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Lliçó de graduació a càrrec de la Dra. Antònia Agulló Aguero, catedràtica de Dret Financer i Tributari i degana de la Facultat de Dret

Cuando hace un par de meses el rector me hizo el honor de invitarme a dictar esta lección de graduación–“que no de despedida”, puntualizó–, sentí un cierto alivio a pesar de lo comprometido del encargo, porque a mí no me gusta despedir. Y menos a los jóvenes que durante los cuatro o cinco años más intensos de su vida, probablemente, han dedicado gran parte de ese valioso tiempo a ser nuestros interlocutores permanentes y el motor de buena parte de nuestra actividad profesional.

La universidad genera conocimiento a través de la docencia; esa es su característica diferencial. Y durante estos años de licenciatura, juntos, hemos construido algo que se incorpora a vuestra experiencia y a la nuestra, y que nos va a mantener unidos para siempre, como se decía en la reunión olímpica.

Nada de despedidas, por tanto.

Hoy es fiesta. Es el día solemne de vuestra graduación. El día en que la Universidad entera celebra vuestro triunfo y felicita y saluda a los nuevos licenciados. Hoy es fiesta y vosotros sois los protagonistas, los homenajeados. Y, en verdad, que lo merecéis. Vaya pues por delante, en mi nombre y en el de todos los profesores a los que hoy represento desde este estrado, mi felicitación más sincera. Y también mi agradecimiento.Por todo lo que nos habéis hecho pensar, reflexionar y hasta desesperar durante estos años; por lo que hemos construido juntos; y por todo ese tiempo que nos habéis entregado.

Esta felicitación pública es lo que da su sentido primigenio a este acto.

Pero, como no podía ser menos, hoy es fiesta también para la Universidad como institución. Hoy es el día en que la Universidad presenta, orgullosa, como viene sucediendo desde hace siglos, una nueva promoción de licenciados y de graduados universitarios que entrega a la sociedad. Y esa fiesta incluye, tradicionalmente, el dictado de una lección dirigida a los nuevos graduados. Y ahí empiezan mis problemas. Porque no es fácil, dígase lo que se diga sobre el significado de los términos, combinar fiesta y lección. Por muy solemne que sea la fiesta y por muy breve que sea la lección.

Así que, reflexionando sobre el sentido de este acto, lo primero que me viene a la cabeza es que el éxito de la Universidad está ligado a vuestro éxito futuro, de igual modo que vuestro título y vuestra Universidad son las credenciales que os van a acompañar en el nuevo escenario en el que a partir de ahora estáis situados. Aunque sería más propio hablar de “los nuevos escenarios”, tanto por la inmediata variedad de perspectivas como por el más que probable cambio sucesivo de escenario con que os vais a encontrar a lo largo de la vida profesional, sea cual sea el camino elegido.

Pero de eso hablaremos más adelante. Lo que me ocupa ahora es el valor simbólico de este acto y el sentido de una lecciónen un día de fiesta como éste.

Y, en esa línea, me ha parecido que el sentido de impartir una lección en medio de esta fiesta era representar simbólicamente la permanente relación con la Universidad que, con mayor o menor intensidad, según los casos y las circunstancias de la vida de cada cual, vais a experimentar. La “lección” es el vehículo clásico de la relación entre profesor y alumno y, por tanto, un buen símbolo también de la relación con la Universidad.

Pero dictar una lección, según cualquier enciclopedia, es enseñar algo. Y, aunque marginemos cualquier disquisición sobre la validez y el significado actual del término “enseñar”, sigue pareciendo poco adecuado “enseñar algo” –actividad que conlleva siempre un cierto esfuerzo por parte de todos– en medio de una fiesta.

Por eso me inclino a pensar que dictar una lección en un día de fiesta debe ser otra cosa.

De modo que he vuelto a preguntarme qué os podía decir una profesora de Derecho Financiero y Tributario en esta simbólica última lección. Y he creído que lo mejor que os podía transmitir en un día tan significativo como éste era lo que para mí, como persona, es el conocimiento más valioso que he ido adquiriendo en los últimos años –en estos años que he compartido con algunos de vosotros–, y que es un conocimiento directamente conectado con lo que yo pienso que, de algún modo, resume vuestro paso por las aulas; refleja bastante gráficamente la función de la Universidad en el momento actual; y manifiesta la naturaleza de la relación que se establece con ella. Es algo muy sencillo: el valor de la sensibilidad.

Hoy sabemos que el conocimiento tiene alma –o, como dijo el sabio, que la sabiduría es lo que queda una vez que se han olvidado todas las palabras–, y lo que yo pretendo ahora es decir apenas unas palabras, al hilo de nuestra experiencia, sobre ese aspecto del conocimiento.

Un amigo mío, juez de profesión, me contó que un día fue a dar una clase práctica a los alumnos de una facultad de derecho. Entró en el aula, escribió en la pizarra una sola palabra, sensibilidad, y se calló. Al cabo de un rato, los alumnos empezaron a abandonar la clase y el asunto no terminó muy bien para mi amigo con las autoridades académicas. Aparentemente, el gesto provocador no funcionó. Sin embargo, años más tarde, más de uno de los que aquel día estuvieron en el aula habrán recordado, agradecidos, la silenciosa lección: sin sensibilidad no se entiende ningún problema, no se encuentra ninguna solución. Incluso en el terreno más aséptico y técnico, la sensibilidad es intrínseca al conocimiento. Y es así en cualquier lugar y desde cualquier perspectiva. Pero mucho más intensamente en la universidad.

En la universidad, que es el terreno de la educación superior (recordar lo del Espacio Europeo de Educación Superior, EEES), todavía es más fácil reconocer el valor de esa aseveración. Porque una de las finalidades primordiales de la universidad es desarrollar una determinada sensibilidad. Eso es, precisamente, lo que significa el conjunto de competencias y de habilidades adquiridas que definen cada título universitario en el lenguaje de Bolonia. Mi amigo, sin saberlo, se había adelantado al manifiesto europeo.

El dominio de las artes que constituyen un oficio o una profesión desarrolla una sensibilidad, un sexto sentido, que es lo que caracteriza a los mejores de cada oficio o profesión. No es ninguna novedad. Pero hoy somos especialmente conscientes de que esa sensibilidad se siembra y se adquiere en buena parte en la universidad.

Habéis elegido una universidad pionera en muchos sentidos y también en éste. Se os ha exigido un duro esfuerzo. Habéis adquirido una disciplina y unos conocimientos y habilidades que os van a ser reconocidos en el mercado laboral (afortunadamente las estadísticas de inserción laboral de los graduados de la Universitat Pompeu Fabra son bastante buenas, aunque los sueldos son bajos y la discriminación de la mujer hace estragos). Pero también habéis aprendido, y no como conocimiento teórico sino como experiencia personal, que nunca vais a dejar de estudiar y que os enfrentáis a la sociedad del conocimiento, a la tercera cultura, a la cultura del diálogo con la tecnología y las ciencias empíricas y a su protagonismo, y a un mercado globalizado que nunca como ahora ha tenido tanta movilidad.

Lo creáis ahora o no, la universidad, esta Universidad, os ha preparado para ese mundo concreto y para esa movilidad profesional. El sistema pautado y ordenado de aprendizaje que habéis vivido durante estos años ha conformado el sentido de la orientación que os va a permitir adaptaros a las situaciones futuras. Sentir confianza.

Pero la sensibilidad de que os hablo y que cultiva la Universidad va más allá. Cuando hablo de sensibilidad me refiero, efectivamente, a una específica cualidad profesional que tiene mucho que ver con la excelencia, pero no sólo a ella. Me refiero también a la sensibilidad que va ligada al reconocimiento de los valores morales y democráticos que están en la base de nuestra sociedad. Me refiero a una sensibilidad que ha estado especialmente presente en todas las facetas del quehacer cotidiano de vuestra experiencia universitaria y que recibe diversos nombres. Esa sensibilidad no es otra cosa que el humanismo del que siempre habla la rectora Virós, la ciudadanía del rector Argullol, o el compromisopúblico del rector Moreso.

Sin ese tipo de sensibilidad, tampoco es posible el conocimiento. El conocimiento en el sentido socrático de la palabra. Y, desde luego, el conocimiento que posibilita la capacidad de transformar el entorno, cualquier entorno. Y, por consiguiente, el conocimiento más esencial, aquel del que dependen el progreso y hasta la felicidad personal.

Tampoco esto es una novedad en la universidad. Porque el conocimiento adquirido a través de la dialéctica de la docencia universitaria constituye un consenso. El acuerdo, la tolerancia y el respeto por las ideas son las bases de la cultura universitaria. Y la sensibilidad, social, que genera esa cultura es la primera huella que deja el paso por las aulas universitarias.

Lo creáis o no, vuestros años de universidad han desarrollado también ese mecanismo de aproximación a la realidad que es tan necesario.

Pero la sociedad de la información en la que vais a vivir es anestesiante. Es una sociedad donde, al igual que ocurre con los impuestos indirectos, permitidme el símil fiscal –ahora habla la profesora de Derecho Financiero y Tributario–, la sensibilidad se ve anulada por el consumo. En los impuestos indirectos, la conciencia de pago se oscurece ante el brillo del producto adquirido, y en la sociedad de la información, la sensibilidad desaparece bajo la presión del bombardeo informativo.

Y, además, en esta sociedad nuestra –pero sobre todo vuestra–, las certezas, si es que existieron alguna vez, ya no existen. Ya no hace falta ser un filósofo de Frankfurt, cuya Escuela algunos de vosotros habéis estudiado, para saber que la objetividad, la ley científica o la lógica misma, como dirían Marcuse o Adorno, no son ni neutrales ni eternas, sino que expresan una visión del mundo. Y resulta imposible desconocer que el individualismo radical y la colectividad multicultural crean una realidad compleja y tan variada que incluso, para algún jurista (Ph. Marchessou), el ideal de justicia basado en la igualdad resulta una utopía irrealizable sustituida en la práctica por la idea de proporcionalidad. Y hasta es posible que la verdad, como dice George Steiner –situándose, en este caso, más cerca de Hobbes que de Rousseau–, nos destruya en lugar de liberarnos.

Pero con este panorama, no necesariamente peor que otros anteriores, no quiero trasladaros ningún tipo de pesimismo; al contrario. En realidad sólo quiero resaltar que, precisamente porque en el mundo de hoy no hay evidencias, ni seguridades, ni realidades simples, ni certezas, el acuerdo y el compromiso con los valores morales y democráticos es algo cada vez más necesario. Y eso hace todavía más valiosa la sensibilidad. La hace más valiosa que cualquier concreto sistema articulado de conceptos que, quizás en estos momentos, os resulta ya difícil de recordar, y que, probablemente, tiene fecha de caducidad. Pero ésta es la sensibilidad que habéis adquirido y de la que os hablo. La sensibilidad sin la que no existe el conocimiento y que forma parte del mismo. La sensibilidad que permite avanzar en el progreso y transformar el entorno.

Para esto, para ser excelentes profesionales y para desarrollar la sensibilidad que genera el tipo de personas y de profesionales que la sociedad está demandando, os habéis estado preparando durante este período universitario. Y eso es lo que, como una huella, lleváis dentro, lo que habéis aprendido con esfuerzo, y de lo que tenéis que estar dispuestos a sacar el máximo resultado. En ese camino, os lo aseguro, no hay fracasos.

Ese es el valor de la sensibilidad del que hoy quería hablaros.

Y, por último, ya para finalizar, un deseo que es también un ofrecimiento y una esperanza: sigamos cultivando, juntos, la excelencia y la sensibilidad en los próximos años.