Vés enrere "Les deux vies de Mme Berthe", per Paula González

"Les deux vies de Mme Berthe", per Paula González

Aula de cinema, 2017
12.01.2017

Imatge inicial

Creo que es imposible, o cuanto menos complicado, ver La vieille dame indigne de principio a fin sin emocionarse. Este primer largometraje de René Allio supone lo que podríamos denominar un carpe diem completamente desplazado en la línea temporal. Este mensaje lo suelen encarnar personajes jóvenes, con toda una trayectoria vital por delante. Sin embargo, la protagonista de esta historia, y del relato original de Bertolt Brecht, es Madame Berthe, una señora de avanzada edad que acaba de quedarse viuda. Después de una existencia insustancial y de servidumbre hacia los demás (eminentemente hacia los hombres que la rodean), la muerte de su marido, por terrible que suene, la ha liberado. La idea de disfrutar completamente de sus días se adueña de ella después de más de sesenta años.

La canción y las fotografías al inicio de la película nos dan todo lo que necesitamos para presenciar la posterior hora y media de apacible libertad: retales de la juventud de Madame Berthe y una angustiante y preciosa canción sobre el paso del tiempo, que podría suponer, si quisiéramos interpretarlo así, una transcripción de los pensamientos de cualquiera que haya llegado a la edad de la protagonista.

Gran parte del filme está compuesto de tiempos muertos en los que podemos ver a Madame Berthe llevando a cabo actividades que resultan corrientes (incluso aburridas según lo que se oye entre el público después de los créditos) que para ella suponen pequeños placeres que nunca antes había experimentado. René Allio toma el tiempo de la película, lo estira y lo envuelve alrededor de la figura sosegada de Berthe comiendo en su cocina o en la terraza de un bar, Berthe observando lo poco que sucede en la calle desde su casa, Berthe paseando por las calles de su barrio, Berthe descubriendo el cine, los helados o los centros comerciales y los objetos, para ella extraños, que hace años que se venden. La perfecta alegoría sería una de esas bolas de cristal que contienen inmóviles escenas nevadas en su interior y a las que se puede dar cuerda para que suene música.

Cualquiera podría caer en el terrible error de considerar que lo que Madame Berthe hace durante tal porcentaje de la película es banal, soporífero, común, cuando realmente es todo lo contrario. La salida de Madame Berthe del espacio doméstico, de la esclavitud femenina intrafamiliar y, en definitiva, de la razón de su existencia durante tantas décadas supone, en realidad, una rebelión. Una rebelión compuesta en principio por soledad, silencio y calma, pero que pronto se torna más activa cuando la protagonista hace amistad con una camarera despreciada por sus vecinos por ejercer la prostitución, y con un zapatero de ideales anarquistas.

Pero esta rebelión no se da solamente hacia la vida pasada de Madame Berthe, sino que supone también contradecir a la familia que le queda, sus hijos ya adultos, que intentan por todos los medios tener a su madre controlada, que se desquician al conocer la existencia de sus nuevas amistades desaconsejables y que pretenden tenerla bien atada a ellos en sus últimos meses de vida. Ante esto, Berthe toma las riendas, se niega, siempre con cariño y con buenas formas, a aceptar todas las propuestas que los hijos le hacen sobre su economía, su hogar o su tiempo. Se aferra a su recién nacida independencia como si le fuera la vida en ello (y en cierto modo podríamos considerar que es así). Tal es la convicción que tiene en recuperar su individualidad, que vende gran parte de sus posesiones para comprarse un coche y viajar durante un verano sin sentirse obligada a contactar con su familia o informarles de dónde está, qué está haciendo y con quién.

Todo esto sucede en la más absoluta armonía, acorde con la protagonista. La película prescinde totalmente de la espectacularidad, de la emotividad forzada. Siguiendo los dictados  de Brecht, René Allio no nos deja acercarnos del todo a sus personajes ni bucear en ellos ni en su psique. Berthe debe ser una criatura completa, hermética y feliz por sí misma, incluso quien contempla su historia debe permanecer fuera de su microcosmos, hasta el punto de que no conocemos de ella más que la superficie de su proceso de descubrimiento y aprendizaje.

Los momentos álgidos de la película son tratados casi con suavidad, como si fuesen en realidad ecos de una narración en lugar de hechos que estamos presenciando a través de la pantalla. El nacimiento de la amistad entre Berthe y Rosalie lo observamos desde lejos, no oímos qué se están diciendo, apenas vemos sus siluetas al final de la calle. La pelea del nieto de Berthe con un cliente de Rosalie es, aunque suene contradictorio, poco violenta, no nos incomoda, no nos exalta. El posterior romance entre ellos se esencializa en unos pocos segundos de más silencio y calma... Incluso la propia muerte de Madame Berthe al final de la película sería imperceptible si no se canalizase a través de una llamada telefónica y unas fotografías de esos meses de libertad. No hay dramatización, no hay emoción forzada.

Pese al firme intento que René Allio hace de distanciarnos emocionalmente del filme, es evidente que ni la música, ni el mensaje, ni la fosforescencia vital que emite Sylvie en el papel de Madame Berthe le acaban de ayudar. Como intentaba anticipar al principio, es realmente difícil no emocionarse cuando el nieto de Berthe, al enterarse de su muerte, nos relata brevemente cómo ella vivió en realidad dos vidas, una de sesenta años de duración y otra de dieciocho meses, en la que consumió hasta las últimas migajas del pan de la existencia.

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