Vés enrere "Evasión, mi amor", per Lola Lalona

"Evasión, mi amor", per Lola Lalona

Aula de cinema, 2016
13.01.2016

Imatge inicial

Se atisbaban ya los primeros rayos de sol de aquel día de verano; aunque la noche no había amainado aún, el escurridizo calor se apresuró en marcar su fin, imperioso. Se podía oler en el aire y en el polvo.

Él, Wyatt y Doc, seguidos de algunos simpatizantes, decidieron finalmente emprender la corta caminata hacia la casa de los Clanton. Podía sentir cómo se acercaba la venganza en su miembro fantasma. La tierra áspera se vería enrojecida antes de caer la noche. Quiénes derramarían sangre, aún era una incógnita para todos. El pequeño grupo desfiló por entre el desierto árido e inhóspito. A pesar de la temperatura, de sus frentes emanaban gotas de sudor frías, trémulas. Pero los pasos de los hombres avanzaban seguros y sin vacilar.

En la lejanía se divisó la figura de la caseta, ondulando y confundiéndose con su entorno. Aquél día, el sol punzaba.

No distinguía ningún individuo, pero sabía que esas aves carroñeras se encontraban dentro, sumidas en su propia penumbra, clavándoles la mirada como zarpas, esperando la distancia adecuada para atacar.

Aulló el águila desde las nubes, como un augurio. Continuaron avanzando, hasta que unos metros escasos separasen los dos lados de la confrontación. Salieron a relucir cuatro figuras, miradas sangrientas y decididas bajo la sombra proyectada por el sombrero.

No intercambiaron palabras. El mayor de los Clanton acercó su mano al cinturón. Se desató la batalla. En apenas unos segundos, volaron balas alrededor y todos los hombres se refugiaron como pájaros. Pero en el rellano no quedó ni una pluma.

El silencio volvió a reinar.

Él cogió su revólver y se preparó para enfrentar al enemigo y defender su honor. Se asomó por encima de la cerca que le refugiaba. No había rastro de sus amigos. Estaba solo.

Apenas pasaron unos segundos hasta que se oyó el primer disparo, aunque para él fue una eternidad. Otro disparo sonó, en réplica, casi al instante. Salieron los vaqueros de su escondite, batiéndose en duelo con sus contrincantes. De lejos, nadie hubiera dicho que aquél alboroto lo causaban apenas diez personas. Diez que, al terminar el día, devendrían dos.

 

***

Se encaminó hacia la parte delantera de la granja. Apenas quedaba ya rastro de la batalla. Sólo permanecían en pie Doc y el viejo Clanton. Wyatt volvía a estar a su lado, observando. Ambos estaban inmóviles, temerosos de que cualquier palabra o movimiento perturbara aquel extraño equilibrio que se había establecido entre los dos hombres.

Se oyó un único disparo, pero no supo de qué cañón procedía. Cayeron los dos muertos al unísono y entonces se percató que no se había escuchado un solo disparo, sino dos, completamente sincronizados.

Al chocar el cuerpo de su amigo contra el suelo, pareció despertar del estado de ensoñación en que se había hallado durante toda la balacera, muy a su pesar. Empezó a arderle la herida; aún más el pecho ante la pérdida de sus amigos. Se arrodilló, abatido, junto a Doc; Wyatt le acompañó, mano al hombro. Por unos minutos, ambos dejaron de ser hombres y lloraron aquellos valientes compatriotas que habían dado sus vidas por la libertad del pueblo. En aquellos instantes, el silencio significaba más que cualquier palabra.

Salvador dio una profunda calada a su cigarrillo, que llevaba fumando hacía más de una hora. No se había dado cuenta que llevaba ya algún tiempo apagado.

-El problema con la vejez es que no se valora su poder, el conocimiento adquirido durante toda una vida. Sólo se lamenta del placer carnal del que ya no puede gozar. Si fuésemos capaces de obviar los deseos de un cuerpo que, al fin y al cabo, es orgánico, envejeceríamos con entusiasmo ante la perspectiva del enriquecimiento intelectual.

Entonces nuestra alma se conservaría joven a pesar de la edad de nuestro cuerpo.

-Discrepo –dijo Antoni con cerveza en mano-. Los pequeños placeres trascienden a la felicidad que aparentemente todos buscamos. No existe tal cosa si la concebimos como un objetivo, que es lo que tú estás defendiendo. Puede que incluso para los intelectuales los años no conlleven la felicidad si es lo que se ansía. Y es algo que se nos escapa. En cambio, los placeres, breves e intensos, ejercemos completo control sobre ellos. La felicidad está sobrevalorada. Es inconstante.

Santiago fijó su atención en el ausente Pablo, que surcaba otros mares a los del bar que todos frecuentaban, recreándose en su condición de intelectuales.

-¿Tú que opinas, Pablo?

Al oír su nombre, la mirada de Pablo recobró presencia. Sus pupilas empequeñecieron mientras reflejaban cuatro escépticas miradas. Dio un trago a su cerveza.

-Te refieres al materialismo. El material es efímero, ¿pero qué hay del arte? Incide simultáneamente en placer y felicidad. Y complementa al individuo en todas las etapas vitales. Y con los años, más formación. He aquí la auténtica fuente de felicidad, en la que todo individuo respetable debe dedicar su vida.

Josep le replicó, mirando al cielo, como buscando una respuesta en la fe:

-¿Y qué es el arte, mi buen amigo?

-El arte auténtico, el artista auténtico –dijo Salvador, con el cigarrillo en la boca- es a lo que debemos referirnos. Porque hay dos tipos de arte, ¿cierto? El arte auténtico y el arte comercial (que a mi parecer, no es merecedor del nombre). Y el artista comercial no es más que un vulgar imitador del artista auténtico; sometido al sistema y a la valoración del público. ¡Qué aberración! El arte, la máxima expresión del intelecto humano, sometido al capitalismo. El auténtico artista encuentra en el arte un medio de expresión, no de supervivencia. En esto estoy con Godard. ¡Abajo la industria!

-Es arte todo lo que es capaz de trasladarte –acometió Pablo-. Puede que lo que tú llamas comercial, simplemente se deba a que tiene éxito. Fíjate el poder que puede tener una obra si te sumerge en otro mundo completamente distinto. ¿No es lo que queremos todos, olvidarnos que hemos nacido en este mundo tan aborrecible, tangible? Es por eso que es tóxico, el arte. Porque apela a mundos mucho mejores. Y el cine industrial es igualmente artístico en ese sentido. John Ford y My Darling Clementine; Vincente Minnelli y The Pirate; Rosemary’s Baby, Roman Polanski; William Wyler y The Best Years of Our Lives; Steven Spielberg! Saving Private Ryan. Incluso Stanley Kubrick y Dr. Strangelove (...) ya sabéis cómo sigue.

-Llevando veinte años en este mundo ya lo aborreces. ¡Tú si serás un viejo infeliz! El eterno melancólico, ¡Diego El Cigala! –exclamó Josep.

-Eso, –apuntó Antoni- dando por hecho que existe la felicidad.

Mientras volvía a casa paseando, Pablo se vio consumido por la noche y su solemnidad. Se veía a sí mismo como un gato, alma vieja, habiendo vivido siete vidas en este mundo. Y estaba cansado de ser joven, de ser un idealista inconformista, de ser consciente de todo el camino que le quedaba aún per recorrer. Y menospreciaba su propia opinión por su corta edad. A diferencia de Josep, él sí pensaba que sería un anciano apacible. No podía esperar a ser sabio, poder vestir de esmoquin (porque siempre afirmaba que ponerse esmoquin antes de los sesenta años era de mal gusto, pero una vez cumplidos, era elegante y tenía un punto estrambótico, atractivo), que se reflejaran en su sonrisa todos los años que la vida le había regalado. Acababa de entrar en la juventud, y sin embargo, estaba cansado. Preocupado por su personalidad. Oprimido por su propia insignificancia. Asustado por la masa. Y esos días en que paseaba solo a altas horas de la noche, sin un rumbo preestablecido, quisiera esfumarse. Porque, como él iba reafirmando en sus reuniones con sus amigos, él vivía sin existir.

L’essential est invisible per les yeux.

Cuando por fin habían dado con el paradero de Ryan, y todo parecía haber terminado, estalló la última y gran batalla contra los alemanes. No obstante, él era un traductor, no un soldado, y aquella sería su primera batalla. Y estaba aterrado. Paralizado. Mientras, sus compañeros pasaban a la acción y trazaban una estrategia de combate. Le cargaron de suministros para defenderse, aunque él ya no se acordaba ni de su entrenamiento. Y en aquellos instantes, apenas podía recordar aquella época. Armas y más armas desfilaban ante sus ojos atemorizados, el aire olía a muerte y desesperación. Quería volver a casa. Sonó en su cabeza una canción de Edith Piaf. Él no era soldado, menos un veterano de guerra. Él era un humanista, incapaz de robar vida. La compasión y la tolerancia corrían por sus venas. Pero, asimismo, también urgía el deber por la patria y el honor de su país. Y ante todo, el instinto. Imperante, incansable, inalcanzable por la razón o la lógica. Urgía el escondite, la cobardía. Porque él no era un soldado. Y es lo que hizo, muy a pesar de sus compañeros, preocupados por otros asuntos. Abandonó su puesto, pero cargado con su arma.

El tiempo se dilataba y contraía como un muelle. Parecían horas las que esperó aguardando al enemigo. Y una vez llegó, todo pasó a ritmo vertiginoso. Lo observó todo. Vio cómo sus amigos defendían su puesto, y con ello su patria, a sangre fría. Vio la muerte muy de cerca, cómo hombres desconocidos, individuos con vidas e ideales propios, morían por una causa mayor. A partir de un momento determinado, perdió la cuenta de cuántos ojos había visto caer en el vacío, cuántos cuerpos habían danzado al ritmo de las balas, cuántos uniformes, aliados o enemigos, habían sido manchados por el rojo. Porque él no era soldado, pero sí veía soldados. A diferencia de sus amigos, no veía una masa amenazante que debía ser aniquilada. Veía hombres. Algunos impíos, sádicos; otros eran niños asustados como él. Sólo que sabían cómo disparar.

Desde la torre se desplomó un cuerpo agujereado. Se dibujó en su rostro la cara de culpabilidad. No podía sobrevivir a aquello, y volver a casa, sabiendo que, de no haber sido por su cobardía, puede que su amigo aún estuviese respirando.

Todo trémulo, se levantó y quedó al descubierto. Corrió hacia la posición estratégica más cercana. Allí se encontraba el Capitán Miller.

-¿Dónde cojones ha estado? ¡Caporal Upham! ¡Cumpla con su deber!

Asintió tartamudeando.

-¡Sirva a su pa...

Una bala en la cabeza interrumpió su mandato.

A lo lejos, se oyó la voz del Sargento Horvath: “¡Capitán! ¡Ha caído el Capitán Miller! ¡Ha caído el Capitán! ¡Todos a mí! ¿Me oís? ¡Todos a mi señal!”.

A su parecer, sólo le oyeron algunos soldados. Mellish era uno de ellos. “¡Vamos a morir todos aquí, sargento!” –exclamó. “¡Espero que valga la pena!”

“¡No recae en usted el juicio, soldado! Limítese a cumplir con su deber!”

En esa sentencia, Upham halló toda la filosofía bélica que le había perseguido en la sombra durante toda la misión. El soldado había perdido su condición de hombre, pues se le negaba toda posibilidad de debate ético o moral. Se encontraba ante una masa de autómatas que cumplían con órdenes. No eran más que hormigas ante un sistema cínico que se encontraba fuera del alcance de todos. Y se dio cuenta que, ante la imposibilidad de cambiar la concepción exterior sobre su persona, lo más pragmático sería adaptarse a ella. Ser un soldado que no teme entregar su vida ante la sociedad. Y aquí halló su coraje.

En el fondo, ese contacto suyo tan íntimo con el mundo etéreo, platónico, y su intangibilidad, era también el motivo por el que vivía tanto en la ficción.

Los conceptos abstractos eran su gran obsesión. La metáfora como gran mecanismo, sutil y poderoso en todo su esplendor. La plurisignificación. La multireferencialidad. Una herramienta de comunicación en qué participaban activamente ambos individuos, a partir de la cuál era posible explicar todas las grandes catástrofes de la historia de la humanidad. Un grupo de palabras alzaban el vuelo para ser inspiradas o engullidas. O quedar flotando en el aire sin ser interpretadas de modo alguno. Porque la sugestión es el truco más peligroso de la manipulación. Es brillante, elegante, discreta, incisiva. Es el arma de la inteligencia.

¡Los rojos! Son astutos, saben lo que hacen, a quién se enfrentan. ¡Por eso tenemos que ser precavidos! Tenemos que coger la ofensiva, Señor Presidente. Confíe usted en mi. ¿Acaso quiere usted que nuestro hijos, los futuros americanos, crezcan con esa agua fluorizada que tanto les gusta a esos soviéticos, eh? Los trae a todos locos, créame. No, no podemos permitirlo. Tenemos que evitar la esclavización del pueblo americano. Ya les veo, con sus afanes de expropiarlo todo. ¡Expropiar, expropiar! Se les puede oír desde aquí. ¿Qué hará de nosotros esa intolerancia? No, no, tenemos que actuar antes que el mundo explote... imagínese, Señor Presidente, ¡qué será del mundo sin nosotros, el pueblo americano! Nos encontramos ante una amenaza mayor aquí, Señor Presidente. No deje que esos comunistas... pero escúcheme, por favor. ¡¿Pero va a dejar que ese rojo vea la pizarra?!

¡Bombas! ¡Bombas! ¿Qué ha sido de nosotros, los hombres, la humanidad?... “La codicia ha envenenado las armas, ha levantado barreras de odio, nos ha empujado hacia la miseria y las matanzas.

Hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado a nosotros mismos. El maquinismo, que crea abundancia, nos deja en la necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado y sentimos muy poco.

Más que máquinas necesitamos más humanidad. Más que inteligencia, tener bondad y dulzura [...]”.

-¡Ay, Pablo! Fuente de mi inspiración, musa de mi alma, pues en las nubes siempre te hallas, cuál mujer inalcanzable... “pues es tu alma a quién quiero, no esa jaula pajaril que tienes por cuerpo. ¿Por qué no vienes por voluntad propia?” -Santiago... risueño, alegre. “¿Por qué es la realidad tan dolorosa?”. Pablo se lamentaba. Quisiera tener tanta vitalidad como sus amigos quiénes, a pesar de recrearse siempre en su nihilismo, rebosaban de espíritu. Eran unos hipócritas, ¿pero quién no?

-¿Sabéis? Somos unos seres contradictorios –empezó Pablo-. Necesitamos de la sociedad para sobrevivir, pero somos individualistas, ególatras. Nos enriquecemos a costa de la pobreza del colectivo. ¡Muera el capitalismo!

-¡Ah! Ha resurgido la vena comunista –exclamó Salvador- ¿qué os aliena en esta ocasión, amigos y compañeros míos?

-La ficción... -replicó tristemente Pablo.

Nadie contestó. Ya lo conocían, pero en algunas ocasiones, Pablo resultaba cansino en su constante estado de ensoñación. Llegaba a rozar lo pueril. Y ellos, en su condición de intelectuales, de superioridad moral, tenían que huir de todo lo que remetía a la infancia. Porque la vida ya se había impuesto en su manera de concebir el mundo.

Pero es que Pablo era infeliz en el mundo en que había nacido. No pertenecía a él.

You’re so out of this world you’re wretched, hurt. You’re in pain. Let me help you find your way home. You, unearthly, beautiful creature. I’m so in love with you. My fallen angel.

Por todos era sabido, excepto, quizás, por ellos mismos, que Fred y Peggy estaban hechos el uno para el otro. El amor se consumía entre los dos amantes insospechados. Latían sus corazones sin saber que, a pocos quilómetros, eran correspondidos. Y para un romántico empedernido como él, eso era fuente de angustia. Y muy a su pesar, veía cómo ocurría lo mismo con Homer y Wilma. Jóvenes o viejos, el amor es para quién lo busca. Y aquellas parejas rehuían de él, sin saberlo. Víctimas de las circunstancias que les impedían consumarse como marido y mujer. ¿Pero qué puede detener al amor, cuando arde más que el mismo sol? Sabía que finalmente, las cosas terminarían bien. Y de pasar lo contrario, ¡desafortunado el destino, desdichada la fe! Porque, ¿qué queda por creer, cuando perece el amor? La única fuerza capaz de unir el tiempo y el espacio. De combatir la soledad. De vencer a la muerte. ¿Qué queda por creer cuando ha sucumbido la fuerza? Nada.

Pero, por fortuna, tal y como él predecía, la reconciliación vence, y en la unión de Homer y Wilma, también se prometen amor Fred y Peggy. ¿Hay razón para ser más feliz? Quisiera él también estar sometido a un amor incondicional.

Ámame, pero no me odies.

Quería estar solo. No quería hablar. Quería pensar, salir de allí. Y cualquier persona le haría volver; no quería volver, quería permanecer allá fuera. Quería vivir en una mentira, porque la verdad es demasiado tediosa y aburrida.

Sus fantasmas desaparecían sólo para dejar lugar a otros más oscuros. No podía verlos, pero sentía su presencia. Algunas veces, no se sentía solo gracias a ellos. Se encontraba a si mismo recreándose en sus obras favoritas porque eso le proporcionaba breves instantes de auténtica felicidad.

Se encontraba a si mismo, balanceando, tambaleándose por un abismo cual pozo, del que no se avistaba fondo alguno; un abismo cuya oscuridad engullía el aliento; y el silencio que imponía era sepulcral. No tenía consciencia de que en realidad, no temía caerse; de hecho, se había asomado tantas veces ya que en algún momento terminaría por precipitarse.

Vivía en una constante dualidad entre su insignificancia, impuesta por los demás individuos, y su protagonismo en los otros mundos que él confeccionaba, con la ayuda de su amado arte, porque necesitaba, algún día más que otro, olvidar su condición nimia, minúscula, en una compleja estructura individualista y apática.

La soledad era su gran compañera y a la vez su perdición. Él esperaba que algún día uno de esos mundos le consumiera hasta tal punto que olvidara el camino de regreso. Pero su propia consciencia era la que se dedicaba a dejar las migajas a cada paso que daba. Hacia la importancia. Hacia su alter-ego. Hacia la ansiada evasión. Y el regreso se hacía más doloroso cuanto más tiempo pasaba en aquellos paraísos indómitos, atemporales y místicos.

Era consciente de ello porque cada vez más necesitaba huir de la gente, más desarrollaba su extraña adicción a la soledad y al arte. En el fondo, este imperante deseo de evasión de las obligaciones y los convencionalismos era paralelamente, en esencia, la misma evocación a la felicidad mediante la ignorancia que algunos individuos necesitan y que él tanto criticaba y aborrecía. No obstante, aún y cuando sus evasiones le proporcionaran conocimiento, era esencialmente lo mismo. La misma debilidad, la misma flaqueza. El mismo deseo oculto a perecer como el Fincher de Inception.

De Espronceda, José.

“Con diez cañones por banda,

Viento en popa, a toda vela,

No corta el mar, sino vuela

Un velero bergantín.

Bajel pirata que llaman,

Por su bravura, El Temido,

En todo el mar conocido,

Del uno al otro confín.

La luna en el mar riela,

En la lona gime el viento,

Y alza en blando movimiento

Olas de plata y azul.

Y ve el capitán pirata,

Cantando alegre en popa,

Asia a un lado, al otro Europa,

Y allá a su frente Estambul.”

[...]

El mar y el pirata, dos amantes apasionados e incomprendidos, feroces. Ven a mí, Macoco, abandona tu amada tierra; más bien, ¡llévame a ella! En el fondo del mar me aguarda una muerte mucho más digna. Figura enajenada, enamorada, del crimen eres el artista. Dame la luna y seré tuya. El baño de sal es lo único que ansío. De la seda, quiero velas. ¡Libérame de esta sedentaria vida! ¡Innoble, inactiva!

Y el océano embravecido que tanto te había fascinado acabó por consumirte. Engullido por las olas. Disuelto entre la espuma.
El mar, en su profundidad y en su misterio, un cosmos de fluir incesante; se apropió de tus ojos el anhelo. En un susurro, tu nombre, un susurro o un rugido. Y la luna, la luna risueña, la señora luna, embriágate de su dulce melodía; por su blanca tez, tú suspiras. ¡Loco! ¡Insensato! De una danza enamorado, un baile eterno, milenario; y aquí te hallas entre ambos, luna y océano, consumido por una música a la que no pudiste seguir .

“26 de diciembre. No me gusta salir de casa. Nunca me ha gustado, pero ahora me aterra. El contacto con la multitud en la gran ciudad. ¿Qué hago yo aquí? Si siempre me ha fascinado lo bucólico, el contacto con la naturaleza. Asciende a lo etéreo que tanto me atrae. Me ofusca el contacto con la sociedad, que imposibilita alcanzar el éxito y el reconocimiento. Prefiero estar sumido en mi oscuridad, mi microcosmos. ¿Y qué me queda en un mundo que no me quiere reconocer? Cada vez estoy más convencido que nada queda ya por serme ofrecido. Sé que resulta contradictorio dada mi edad, pero la sensación reina todos los días de mi existencia. Me retracto, de mi vida. Porque a cada paso estoy más seguro de que no existo. ¿Puede decirse que no tengo ganas de vivir? Lo desconozco. Y me asusta analizarlo. Pero supongo que un día u otro me veré forzado a hacerlo. Luego, me asusta también lo que pasará. Puede que finalmente amaine la tormenta que diluvia incesante en mi interior. Me hallo danzado siempre entre el tango y el blues.”

Dormía en el suelo porque así no podía caer con la noche. Porque la noche es oscura y seductora. Y en la oscuridad, cualquier cosa puede pasar. En la oscuridad, no ves si hay alguna mano que aguarde para ayudarte a levantar. En la oscuridad, en el vacío. Y esa misma mano puede arrastrarte hasta la penumbra; luego hasta las tinieblas. Tus monstruos están aquí, Rosemary. ¿Los oyes? ¿Oyes cómo cantan? No levantes la vista, están justo detrás de ti. No levantes la vista, pues te estrangularán. Te ahogarán sin vacilar. Sientes su mirada en la nuca, erizada y anhelosa por saltarte al cuello. Huelen tu sangre, fragante debido al latente bombardeo de tu corazón. Tu corazón, Rosemary, es lo que quieren. No te duermas. No cierres los ojos, pues están alrededor. Los fantasmas de tus miedos. ¿Por qué sientes miedo? ¿No te sientes segura? Te sientes observada, ¿intimidada tal vez? Miedo al dolor, a la muerte, a la sangre. ¿Sientes sus ojos, Rosemary? ¿Los ves? No te duermas, porque Freddy...

Las lágrimas del asesino; el asesino silencioso.

 

***

Aludo al suicido del artista incomprendido. No soy suficientemente inteligente, por lo que nunca podré ser feliz. Hállame aquí, mis venas en mano. Contemplativa muerte es la que me espera en el fondo de la bañera. Pues penas no tengo. Ni objetivos que acometer. Mi alma, siempre en otro lugar mejor. Es mi cuerpo lo que me detiene. La amada confusión entre lógica y pasión, en un páramo intangible. Ante las memorias de un pseudointelectual, un aspirante a artista puro y auténtico, y por ello un fracasado. Soy otra víctima de Goethe y su Werther. O un esclavo. Por ello, decido escuchar mi alma, que palpita, y abandonar el mundo físico. La evasión es mi droga. Y ha terminado por consumirme.

No me arrepiento en absoluto. No lo hagáis vosotros por mí.

Thus, with a kiss, I die.

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