Vés enrere "Europa reconstruida, Europa vagabunda", per Víctor Losilla

"Europa reconstruida, Europa vagabunda", per Víctor Losilla

Aula de cinema, 2017
13.01.2017

Imatge inicial

Gilles Deleuze, el filósofo francés que estudió la imagen cinematográfica y sus signos en los años 80 para dividirla en dos tipos diferenciados, dice al final de su primer ensayo sobre cine, La imagen-movimiento, que el nacimiento de la modernidad cinematográfica tiene un motivo histórico. Habla de la crisis de la imagen-acción, la crisis de un clasicismo que ya sólo imita sus tópicos, y argumenta que la ruptura con estas formas se da primero en Italia, y no en Francia, donde nace el cine, porque los franceses se quieren proclamar vencedores de la Segunda Guerra Mundial y los italianos, simplemente, no pueden. Según Deleuze, Francia “tenía la ambición histórica y política de integrar plenamente las filas de los vencedores”, y esto no propiciaba una nueva imagen cinematográfica. Italia, en cambio, no podía engañar a nadie sobre su papel en la guerra, pero sí contaba con dos ventajas: conservaba una institución cinematográfica que había evitado el fascismo y, además, podía narrar un mundo popular y hasta una resistencia que habían sobrevivido a la opresión. Por eso nace el neorrealismo, como una nueva imagen capaz de narrar esta situación que, para comprender el caos, deberá abandonar la ordenada tradición clásica. A partir de este punto, dice Deleuze, todo cambia.[1]

¿Podemos, siguiendo este razonamiento, rastrear el impacto de los factores políticos o históricos en la modernidad cinematográfica europea? O por lo menos: ¿existen películas concretas que, como las neorrealistas, partan de esas ideas? Y si es así, ¿se tratan siempre igual? Intentemos, para responder a estas preguntas, conjugar tres ejemplos distintos de la modernidad que van en esa línea. Partamos, por ejemplo, de El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica, icono del neorrealismo, para poder aplicar el discurso de Deleuze. Comprobemos primero la voluntad social de la película y su efecto mayor: reflejar esa idea a través de la imagen, o establecer un compromiso con una imagen nueva. Porque todas las innovaciones de esta película, su uso de la cámara, el plano largo y los actores no profesionales, así como otras menos obvias como las caminatas sin rumbo, permitirán entender ejemplos en apariencia más distantes, especialmente los insertados en los llamados “nuevos cines”. En este contexto debe verse Cenizas y diamantes", de Andrezj Wajda, que nos ayudará a responder a la siguiente pregunta: ¿qué sucede cuando forma y voluntad política se separan? O incluso: ¿qué hacen los jóvenes de los nuevos cines con la temática social? La respuesta pasa por olvidarse de narrar espacios y tiempos concretos, y crear películas que puedan explorar los temas y la estética que más les convengan. Más allá de este cine destaca la aclamada La aventura, de Michelangelo Antonioni, que transforma el vagabundeo de De Sica en busca de una bicicleta en un merodear en busca de nada en particular, y al joven rebelde de Cenizas y diamantes en otros jóvenes ya no resentidos con el orden establecido, sino, directamente, sin ningún interés en él ni en nada, ni siquiera en protagonizar una narración.

¿Cómo llegamos a este extremo? La repuesta, como deduce Deleuze, está en el neorrealismo, y se puede ver genialmente reflejada en El ladrón de bicicletas, que presenta varios síntomas notables. Primero, el medio en el que surge. Porque De Sica filma calles derruidas y sucias que la Segunda Guerra Mundial ha dejado irreconocibles, como a sus habitantes, ciudadanos de un país perdedor, empobrecidos. Dado que estos no pueden ser ignorados, la película empieza filmando a esas víctimas, lo que ha dejado el conflicto, sintetizadas en una familia que debe empeñar hasta las sábanas para poder comer. Y, por el compromiso con ellos, el contenido condiciona la forma. La voluntad de cine social se convierte en técnica de tipo documental, respetuosa, de planos largos y poca manipulación mediante el montaje, que filma a los verdaderos habitantes de ese mundo y rechaza a los actores profesionales. Ni siquiera hay ya decorados, sino que se escogen exteriores también reales, calles sucias, barrios periféricos, descampados y galerías sospechosas. Y, aun así, la innovación capital no es ni mucho menos esa.

La aportación que más hay que tener en cuenta de El ladrón de bicicletas es conceptual y es, de hecho, lo que da nombre al relato, el nudo de la historia que impulsa toda la acción. Se encuentra, cómo no, en el robo de una bicicleta, después de que el padre de familia haya encontrado un trabajo para el que la necesita, por lo que debe desempeñarla. Pero entonces, el primer día de su nueva actividad, ¡se la roban en plena calle! Y la irrupción sigilosa pero estremecedora del ladrón es la de la casualidad, que ahora sustituye a la causalidad, esqueleto de la narración clásica dominante. Desde este momento, todo es un mero rodeo en busca del vehículo, en busca de un sentido, no una carrera de un obstáculo a otro. Y así se pone en evidencia la situación precaria de miles de personas sin sueños que perseguir, pero también la situación de un cine donde “la lluvia siempre puede interrumpir o desviar la búsqueda al azar”, en palabras de Deleuze. Por este motivo se dice que esa lluvia “pasa a ser un símbolo del tiempo muerto y de la interrupción posible”, y eso permite desarrollar una de las imágenes más significativas del film: el niño, en una pausa de la búsqueda, comiendo pan con mozzarela en una trattoria. En efecto, otra vez doble símbolo: primero, de un sufrimiento pero, sobre todo, de una temporalidad extendida, libre, que cobrará un protagonismo enorme en la década siguiente.

Porque a partir de los 10 años posteriores que en Europa se extiende la ola de los denominados nuevos cines. Y si en estos vemos rupturas formales que se dice que suponen la gran ruptura con el clasicismo, “El ladrón de biciletas” ya allana el terreno de modo substancial para el progreso posterior, y, además, no hace de la ruptura su reclamo o objetivo principal. De un modo parecido, siempre se destaca “Al final de la escapada”, (1960), de Jean-Luc Godard, como icono de esta revolución, gran tótem del inicio del nuevo cine francés, La Nouvelle Vague. Pero si esta película, como decíamos, externaliza sus propuestas atrevidas, empezando por los saltos de raccord, existen también otros nuevos cines menos cerebrales en su apuesta, y, quizá por eso, menos punzantes, pero no menos importantes. Hablamos de películas con rupturas menos claras con el canon clásico, pero con conciencias políticas aún latentes que podrían recordar al neorrealismo. Tratamos, concretamente, Cenizas y diamantes, de Andrezj Wajda, que en 1958 conjuga la narración de una historia nacional de Polonia muy reciente con una búsqueda formal que aún tiene que llegar a su zenit.

Ya debemos prestar gran atención al inicio de la película, una escena en un solo plano secuencia en la que los protagonistas, en un montículo, esperan, provocándonos intriga. Su objetivo no es nada más ni nada menos que un líder comunista que va a pasar por esa zona, pues son espías, y su misión es acabar con su vida, pero fallaran y deberán trazar un plan para intentarlo definitivamente, durante toda una noche, la del primer día del fin del régimen de la guerra, que se convertirá en una gran alegoría, aunque no hace falta observar, ni si quiera, no todo el desarrollo de la película. Este primer tiroteo ya muestra una situación de inestabilidad, y la voluntad de hacer cine sobre ella, sobre una historia nacional que se está llevando a cabo casi en ese preciso momento. El país está, aún, decidiendo su futuro y hasta su identidad, y mencionamos la consciencia nacional y la documentación de esta transición en primer lugar porque la importancia de la historia se plantea, sí, pero su tratamiento es bastante distinto.

En Cenizas y diamantes vemos qué era Polonia en la época de su rodaje, pero no en la forma de un neorrealismo comprometido, si no en procesos más clásicamente cinematográficos como los de la primera secuencia porque Wajda necesita cierta distancia (o desconfianza) respecto a una utopía, la del comunismo, que ya ha fallado en el momento en que se impone. Estamos más allá de las consecuencias de un desastre, y de la necesidad de reconstrucción: esto último se empieza a poner en duda. Por eso, más allá de las tramas policíacas o detectivescas, que pueden estar muy bien conseguidas, y de un contrapunto romántico, que ata toda la acción, destaca en la película el sutil pero profundo juicio del estado de las cosas. Estado de unas cosas, una situación nacional, que pasa necesariamente por el concepto de clase social, un poco como en De Sica, que, pese al comunismo que se anuncia, sigue vigente. Así, vemos a jóvenes huidizos y con trabajos más o menos cuestionables, pero nos introducimos durante largas secuencias en la casa de un burgués que ha seguido manteniendo todos sus privilegios, igual que los mandamases del partido comunista se reúnen en un hotel para festejar un banquete de gala al que llegan en coche, pese a sus supuesto compromiso con un pueblo que muere en docenas “por malentendidos”. En la celebración siguen existiendo los criados y el servicio es impecable, y acuden contentísimos los arribistas como un secretario del alcalde ambicioso y hasta los aristócratas, que celebran un baile tétrico al final con el himno nacional para celebrar la llegada de la nueva época. Efectivamente, nada va a cambiar pase lo que pase, del mismo modo que nada ha cambiado, o, mejor dicho, por eso mismo.

Ante esta situación, es lógico que el compromiso formal también sea más débil, pues qué va a poder cambiar el cine. El estilo queda a medio camino entre aquello con lo que rompía De Sica, más neutro y clásico, y aquello cinematográficamente distinto que está llegando, los nuevos cines, o esa primera secuencia. La forma también se divide en dos tendencias, igual que la sociedad Polaca. Y, por tanto, la el estilo ya no se subordina al fondo como con los italianos de 10 años antes. Forma y fondo se bifurcan, algo lógico si se tiene en cuenta que el trauma en Polonia, como en muchas partes, es distinto y no hay una sola realidad tan clara que captar.

Quizá lo único documentado con claridad y ligereza y lo realmente importante, lo realmente moderno, sea un personaje de la película. Porque de las víctimas de la tragedia de De Sica pasamos a sus sucesores, a los herederos: la juventud cobra protagonismo. Wajda escoge un personaje, Maciek, el más joven de la pareja que interpreta Zbigniew Cybulski, para representar a las juventudes de la Europa que se moderniza, más adelante las de los nuevos cines. Influyen películas americanas como Rebelde sin causa y se nos muestra a un James Dean polaco que se desentiende de su deber laboral por una chica, no se quita las gafas de sol durante horas y decide expresar su personalidad atípica mediante la moda y un cierto hastío.

Junto al protagonismo de la juventud, que es el cese de la palabra a los sucesores de las víctimas, esta actitud descreída de Maciek será crucial para entender lo que en 1960 cuenta La aventura, de Michelangelo Antonioni. La protagonizan jóvenes burgueses, ya no sólo herederos de un primera mitad de siglo convulsa para Europa, si no de grandes fortunas familiares, y para ellos, en realidad, de nada importante. Porque con relaciones precarias y vínculos casi nulos, vemos como los personajes ya no tienen interés por ningún sueño pese a poseerlo todo, todo aquello por lo que los personajes de El ladrón de bicicletas y Cenizas y diamantes literalmente habrían robado y matado. Lo único que queda por hacer, un poco por aburrimiento y un poco por presión social es salir a navegar en yate en unas vacaciones que parece que nunca han cesado, y esto no sólo implicará el rechazo de ideales políticos o sociales.

En su viaje ocioso, La aventura, más allá de no querer reivindicar nada, de creer a la sociedad desubicada y desinteresada como sus élites o de tampoco pretender documentar ningún momento, consigue rechazar hasta un objetivo para sus personajes. O es el rechazo de los objetivos ideales que hace eliminar también los narrativos. Porque en medio de, como no, una pausa del yate, la protagonista de la película se pierde, y no se vuelve a saber de ella. Y no sólo no vuelve a aparecer, un punto fuerte mil veces comentado de la película, si no que sus supuestos amigos apenas la buscan tras un par de tentativas, y, por si fuera poco, su más cercana amistad se enzarza en un romance con su prometido. Es decir: a partir del neorrealismo todo cambiaba, decía Deleuze, pero a partir de La aventura, todo es posible. Si De Sica hacía el espacio de derruido e indefinido, Antonioni lo transforma de tránsito constante, nunca un objetivo, o directamente en nada, en planos vacíos. Si De Sica dilataba la temporalidad, la pausaba, Antonioni la rompe, y toda esta no-búsqueda supone una pausa. Por rechazarlo todo, se rechaza hasta la narración, no sólo ya su desenlace o un objetivo final.

Frente a la narración, se escoge la forma, haciendo la bifurcación de los dos conceptos de Wajda absurda, porque los planos, vacantes de causalidad-clásica, en realidad sí comunicarán algo. Transmitirán el estado de ánimo de los personajes en su vacío, su prisión emocional en el tratamiento de la arquitectura, y su deriva en general en decenas de imágenes de aguas fluidas, que chocan, también, contra islas antipáticas, inentendibles e inhabitables. En conjunto, cada escena de la aventura, enseña, en su masa abstracta, la modernidad completa, en la que la idea substituye al ideal y hasta al objetivo concreto, y más allá, en el futuro, no hay nada.

La modernidad se construirá improvisando a partir de esta nada, a partir de esta duda, y para ello, será necesario que lo anterior sea borrado de nuestra memoria progresivamente. Por eso, las calles que necesitan reconstruirse en El ladrón de bicicletas podrán promover aires de protesta, aires de conciencia social, pero lo que influirá con más fuerza en cineastas futuros será cómo los personajes avanzan por ellas, y no sus reivindicaciones. Así, Europa y sus habitantes, pese que el neorrealismo construya la modernidad cinematográfica, como dice Deleuze,  se convertirán en sujetos menos políticos para el cine, o políticos pero de otro modo. Cenizas y diamantes ya muestra este camino, con el irónico concepto de un James Dean polaco, que lleva gafas de sol trágicamente por su desamor hacia la patria. Y uno de lo pocos vestigios dejará todo esto serán jóvenes desorientados como él, vagando por sus ciudades buscando estímulos fuera de un orden social que rechazan, como los burgueses de La Aventura.

Teniendo en cuenta estos sucesos, y no sólo con las ideas de “libertad y ruptura formal”, se puede entender mejor el cine europeo posterior, empezando por una Nouvelle Vague que insiste en los 60 en filmar una juventud heredera de este paisaje. Lo que viene continuación hasta el presente ya se conoce porque la historia, como se suele decir, se repite. O por lo menos, lo intenta.

 

Bibliografía

Deleuze, G. (1994). La imagen-movimiento. Barcelona: Paidós.

Font, D. (2003). Michelangelo Antonioni. Madrid: Cátedra.

Monterde, J., Losilla, C. y Aguilar Suing, E. (2006). Vientos del este. Valencia: Generalitat Valenciana, Institut Valencià de Cinematografia, Ricardo Muñoz Suay.

 

[1] Deleuze, G. (1994). La imagen-movimiento. Barcelona: Paidós (p. 293)

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