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(Madrid, 1883 – 1955)

 

A nadie había de asombrar que 1914 se convirtiese en el año del primer éxito rotundo y a la vez la primera frustración de Ortega. Había programado cuidadosamente su aparición pública como nuevo líder de la subversión intelectual del orden caduco, moribundo, de la Restauración y, a la vez, su emergencia como nuevo capitán político de los afanes radicales de las juventudes del nuevo siglo. Lo supo muy bien Ortega al menos desde 1905, cuando tiene veintitrés años y todos lo miman como una excepcional personalidad que pasma a jóvenes y mayores, a Joaquín Costa, Unamuno o Machado, pero también a Juan Ramón Jiménez, Ramón Pérez de Ayala o Luis Araquistáin.

 

El quilómetro cuadrado que en Madrid reúne a periodistas, estudiantes y políticos, con epicentro en el Ateneo, tiene noticia de sus artículos y sus saberes de inmediato —ha fundado con su hermano Eduardo la revista Faro en 1908 y escribe ocasionalmente en El Imparcial— porque aporta una refrescante energía académicamente cultivada y tan retóricamente brillante como perentoria. En la primera década del siglo reside varios años en universidades alemanas —Leipzig, Marburgo, Berlín—, donde se empapa de la vanguardia filosófica de su tiempo, primero el neokantismo de impronta política socialdemócrata de Cohen y Natorp, y después la fenomenología de Husserl. Pero sin rescindir en ningún caso el contrato fundamental con su país, porque es un patriota y como patriota entiende su deber: fomentar el renacer civil e institucional de España que han de protagonizar las nuevas generaciones, más competentes, mejor formadas y más responsables. Meditaciones del Quijote en 1914 será una suerte de breviario filosófico para las nuevas generaciones y la conferencia Vieja y nueva política, del mismo año, obrará como breviario político de un proyecto de conquista del poder.

 

Pero tendrá que esperar al menos quince años para ver resucitar el frágil impulso de reforma radical del Estado que animaba la Liga de Educación Política convertido ya en la triunfante Agrupación al Servicio de la República de 1931. Por en medio habrá crecido sobre todo la labor filosófica inseparable del ensayo personal y caprichoso de un vitalista ateo, acuñador fulminante de expresiones cuajadas, prudente meditador filosófico y jovial difusor del hedonismo como auténtico mecanismo de invención. La fragua de una razón vital que aspira a armonizar las exigencias de la razón y el instinto es muy temprana y va ligada a la pluralidad de perspectivas como condición de la verdad histórica y humana, y a su vez hostil al idealismo racionalista que exime al hombre de su condición contingente y cambiante. Su pensamiento no encuentra mejor vía de expresión dispersa —Ortega es más alma dispersa que el mismísimo Pío Baroja— que el ensayismo de periódico, a menudo en series temáticas que constituirán el grueso casi absoluto de su obra publicada desde 1916, tras haber fundado el semanario España y un año antes de liderar como ideólogo el diario El Sol.

 

El título común de El Espectador agrupa en sucesivos tomitos (hasta ocho: el último de 1934) una suerte de miscelánea o dietario que sondea los estados de ánimo del autor a la vez que expone sus cogitaciones nuevas, fingidamente casuales, sobre costumbres y arte, sobre filosofía de la historia y estética, sobre metafísica o sobre literatura, que es una primera pasión que Ortega sustituirá en los años veinte por un papel preferentemente tutelar en favor del arte nuevo. De ahí sus influyentes ensayos La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela, de 1925, cuando ha sido ya el valiente codificador del nuevo principio de la razón vital en libros que no acaban de exponerla en forma grave y solemne ni desde luego académica. A su diagnóstico sombrío de impotencia en torno a la España invertebrada del presente, en 1921, le siguen ensayos más intuitivos y más perdurables, como El tema de nuestro tiempo, de 1923, la honda propuesta que late en Las Atlántidas, o las sucesivas entregas de El Espectador.

 

Buena parte de todo ello ha aparecido en El Sol y mucho de lo que escriba en su nueva empresa, Revista de Occidente, desde 1923, irá también a sucesivos libros misceláneos, alguno tan importante como Goethe desde dentro, pero no todos. La rebelión de las masas (1930) nacía tras una lenta maduración dispuesta a denunciar la amenaza a la Europa liberal y democrática que comportaban los totalitarismos fascista y bolchevique (como los llama él), y eso era el ensayo: una voz de alarma contra el poder del Estado sobre el individuo y de la cantidad sobre la calidad. Y, sin embargo, hasta la detonante publicación de Ser y tiempo de Heidegger, en 1927, Ortega no va a asumir el impulso sistematizador de lo que siente que es una genuina filosofía nueva para el siglo XX y, en consecuencia, el final del idealismo: la razón vital y la razón histórica. Desde entonces y hasta su muerte pugnará Ortega por dar forma orgánica a sus potentes ideas en torno a la filosofía de la historia con El hombre y la gente y a las convicciones de un metafísico sin metafísica en La idea de principio en Leibniz (abandonado sin rematar en 1947). Son los dos legendarios mamotretos que dejó inéditos y muy avanzados a su muerte, en 1955.

El fin de un tiempo en 1936 fue el fin de su propio tiempo. Sin apenas decirlo en público, estuvo a favor de Franco durante la guerra, y cuando ya no pudo decir nada en voz alta, ni él ni nadie, estuvo en contra (aunque se le oyó en un par de cursos en el Instituto de Humanidades de Madrid en 1948 y 1949). Desde los años cuarenta fue un superviviente de otro tiempo, capaz aún de espléndidas meditaciones trufadas de autorretratos secretos, como en unas apócrifas Memorias de Mestanza, de 1936, o los Papeles sobre Velázquez y Goya de 1950, pero atrapado en una itinerancia internacional (Buenos Aires, Lisboa, Madrid, Estados Unidos y, sobre todo, Alemania) que habría de compensarle ampliamente de otras frustraciones. En Alemania vivió entonces lo más parecido a su consagración como pensador a escala europea y en Alemania había arrancado la trayectoria más influyente y relevante del pensamiento español del siglo XX.

 

JG y DRdM

 

La excepcional calidad de las Obras completas en diez tomos, editadas por un equipo dirigido por Juan Pablo Fusi (Fundación Ortega/Taurus), permite hoy ordenar fiablemente la ingente dispersión de la obra de Ortega, que fue ya aspiración de dos de las mejores biografías, de Rockwell Gray, José Ortega y Gasset: El imperativo de la modernidad (Espasa Calpe, Madrid, 1994) y de Javier Zamora Bonilla, Ortega y Gasset (Plaza & Janés, Madrid, 2002), y lo ha sido también de la de Jordi Gracia, José Ortega y Gasset (Taurus, Madrid, 2014). Su más cercano discípulo, Julián Marías, abordó la trayectoria orteguiana primero en un tomo de 1960 y después en Las trayectorias (Alianza, Madrid, 1983), y siguen siendo valiosos tanto la brevísima síntesis de José Ferrater Mora, Ortega y Gasset. Etapas de una filosofía (2ª edición de 1973, Seix Barral) como el estudio de Fernando Salmerón Las mocedades de Ortega (UNAM, México, 1983). Son importantes por diversas razones Nelson Orringer, Ortega y sus fuentes germánicas (Gredos, Madrid, 1979), Pedro Cerezo Galán, La voluntad de aventura (Ariel, Barcelona, 1984), Philip Silver, Fenomenología y razón vital. Génesis de Meditaciones del Quijote, de Ortega (Alianza, Madrid, 1978), Antonio Elorza, La razón y la sombra (Anagrama, Barcelona, 1984), Ignacio Sánchez-Cámara, La teoría de la minoría selecta en el pensamiento de Ortega y Gasset (Tecnos, Madrid, 1986) y, en particular, Vicente Cacho Viu, Los intelectuales y la política: perfil público de Ortega y Gasset (Biblioteca Nueva, Madrid, 2000). Múltiples enfoques de interés en Javier Martín y José Lasaga, eds., Ortega en circunstancia (Fundación Ortega, Madrid, 2005) y la Guía Comares de Ortega y Gasset, coordinada por Javier Zamora Bonilla, 2013.