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Qué la tierra le sea leve. Por Álvaro Núñez Vaquero.

Hace ya casi veinte años, a mis veintipocos, estaba yo en la UNAM y había una conferencia de un profesor que tuve que leer durante la carrera: Ernesto Garzón Valdés. Antes de que se abriera el turno de preguntas, nos pasaron unos papelitos para realizarlas por escrito. Cuando llegó el turno de mi pregunta, que requería casi de otra conferencia para ser respondida, preguntó quién la había formulado, y levanté la mano un poco avergonzado. Me indicó que nos viéramos al finalizar la conferencia. Salimos del aula y Ernesto Garzón Valdés se pasó media hora explicándome mi inocente consulta de meta-ética. Se fumó tres pitillos y yo dos.

 

Años después, en un seminario en Girona, salí a fumarme un cigarrillo tras una comida. Y de nuevo me encontré a Ernesto Garzón Valdés, quien me dijo que me sentara en la otra silla que había. Le recordé que nos habíamos visto hacía unos años atrás en la UNAM. Él se acordaba de cómo me llamaba yo. Me estuvo preguntando qué tal me iba en el doctorado, dándome ánimos para continuar.

 

Creo que su amabilidad era solo comparable a su elegancia e inteligencia. Que la tierra le sea leve.

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