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HOMENAJE A ERNESTO. SOBRE LA GENEROSIDAD Y EL DEBER DE SER AGRADECIDO.Por Manuel Atienza.

Nadie ha sido tan generoso conmigo como Ernesto. Y esta es una frase
que muchos (de los que están aquí o fuera de aquí) podrían pronunciar
también con toda seguridad. No es la primera vez que participo en un
homenaje a Ernesto y, por ello, no es tampoco la primera vez en la que me
he referido, en público, a su generosidad. Los homenajes constituyen uno
de los ejemplos más notorios de lo que en la tradición retórica se llamó el
género epidíctico o demostrativo, o sea, el tipo de discurso (bien
necesario, por cierto, tanto en la sociedad antigua como en la
contemporánea) cuyo objeto -como ya estableció Aristóteles en su
Retórica- es el elogio o la censura. Cuando se trata de elogiar, de elogiar a
alguien, nos encontramos, obviamente, con el tema de las virtudes. Y, en
fin, entre las diversas virtudes que se pueden atribuir a Ernesto, yo creo
que la más manifiesta es la generosidad. Ernesto es, ante todo, una
persona generosa.
Aristóteles, al menos en la obra mencionada, no hace ninguna
referencia a esa virtud, a la generosidad, pero sí a un rasgo, cabría decir,
propio del que es generoso y que suscita en los demás una actitud, una
pasión, consistente en ser agradecido. Me refiero al favor, que el Estagirita
considera es “una ayuda al que la necesita, no a cambio de algo, ni con
alguna finalidad para el que presta la ayuda, sino para el otro”.
Luego volveré a ello, al tema del agradecimiento, pero antes me van a
permitir que les lea algunos párrafos de un texto que escribí, hace unos
pocos años, con motivo de la medalla que le otorgó a Ernesto la Fundación
Coloquio Jurídico Europeo, una de las múltiples empresas intelectuales
que impulsó (con gran éxito) y en la que le acompañamos algunos de los
que aquí estamos. Si necesitara alguna justificación para ello, creo que
podría servirme la socarrona frase de Eugenio Bulygin, uno de los grandes
amigos de Ernesto (y de muchos de nosotros): “Hay que repetirse mucho
para no contradecirse”.
“Cuando hace unos días -escribía entonces- me puse a pensar en el
contenido de esta carta [a aquel texto le di una forma epistolar], me vino a
la cabeza el recuerdo de cuando te conocí, en el aeropuerto de Barajas, en

septiembre de 1976. Yo había ido a buscarte con Elías Díaz. Apareciste
–venías de Alemania- con una cartera –un portafolios- y una maleta y,
después de saludarnos, me ofrecí a ayudarte con alguno de los dos bultos,
pero tú te negaste a ello de manera enérgica y, por supuesto, con la
cordialidad y elegancia que, uno diría, forma parte consustancial de tu
persona. He contado muchas veces esta anécdota (alguna vez incluso me
la habrás oído en un acto como éste), porque me parece que define muy
bien uno de los rasgos más característicos de tu personalidad y que encaja
con toda exactitud en lo que Ortega y Gasset llamaba hombre noble, en el
sentido de esforzado o excelente, y que contraponía al hombre-masa, al
hombre vulgar. He acudido a mi ejemplar de La rebelión de las masas para
buscar una cita apropiada y no me ha costado encontrarla:
‘[E]l hombre selecto o excelente está constituido por una íntima
necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él,
a cuyo servicio libremente se pone. Recuérdese que al comienzo
distinguíamos al hombre excelente del hombre vulgar diciendo que aquél
es el que se exige mucho a sí mismo, y éste, el que no se exige nada, sino
que se contenta con lo que es y está encantado consigo. Contra lo que
suele creerse es la criatura de selección, y no la masa, quien vive en
esencial servidumbre. No le sabe su vida si no la hace consistir en servicio
a algo trascendente. Por eso no estima la necesidad de servir como una
opresión. Cuando ésta, por azar, le falta, siente desasosiego e inventa
nuevas normas más difíciles, más exigentes, que le opriman. Esto es la
vida como disciplina –la vida noble-. La nobleza se define por la exigencia,
por las obligaciones, no por los derechos. Noblesse oblige’.
Realmente es como si Ortega estuviera pensando en ti en el
momento en que escribía esas líneas (más o menos, en el mismo año de
tu nacimiento; hacia 1927). A través de todos estos años en los que he
tenido ocasión de compartir tantas cosas contigo, he podido ver muchas
veces repetida esa escena de la maleta: la negativa a recibir una ayuda en
relación con algo que tú podías hacer por ti mismo y, en cambio, tu
disposición a ayudar a los otros por pura generosidad o, para decirlo con
las expresiones de Ortega, porque la vida noble te exigía eso: verte a ti
mismo como titular de obligaciones hacia los demás, no de derechos; a ti,
en fin, la vida no te ha sabido sin el servicio a una causa trascendente que

en tu caso cabría llamar “la salvación intelectual de los jóvenes”. Hasta
incorporaste a tu léxico personal ese lenguaje escatológico que a algunos
nos hacía tanta gracia: “Fulano se ha salvado, ha conseguido un puesto de
profesor en…”; “hay que salvar a Zutano, ¡es un tipo tan inteligente!”. Y
por lo que se refiere a otro de los rasgos que aparece en la caracterización
de Ortega, el de una vida de disciplina. Recuerdo, en alguna de mis
estancias en el apartamento de la Hohenzollernstrasse, en Bad-
Godesberg, que la regla que te autoimpusiste de traducir al menos dos
páginas al día no dejabas de cumplirla ni siquiera cuando llegabas de
madrugada de alguno de tus extenuantes y frecuentes viajes; yo creo
mucho –solías decir- en el trabajo de la hormiguita: poco a poco se puede
conseguir mucho. Lema que te aplicaste, también de manera implacable,
para trasladar tu biblioteca personal –de unos cuantos miles de
volúmenes- a la casa de Delia: todavía te recuerdo todas las tardes
saliendo del apartamento con un par de bolsas repletas de libros.”
Pero volvamos al tema del agradecimiento. Los favores pueden ser de
muchos tipos y, por ello, también cabe hablar seguramente de diversos
tipos de agradecimiento. Uno puede ser generoso a la hora de prestar una
ayuda económica, de dar un buen consejo, de prestarse para ayudar en
alguna tarea, de usar sus relaciones personales para favorecer a alguien,
de evitar algún conflicto innecesario, de esforzarse porque el mérito ajeno
sea debidamente reconocido, de contribuir al bienestar de los que uno
tiene a su lado o de orientar el trabajo intelectual hacia metas valiosas. La
generosidad de Ernesto ha tenido todas esas dimensiones, pero ahora me
gustaría centrarme en esta última que es la que podría considerarse como
más característica de un maestro, aunque él haya sido tanto un maestro
intelectual como un maestro de vida. Ernesto nos ha enseñado cómo vivir
bien y, en particular, cómo hacer de la propia trayectoria intelectual, de su
obra teórica, algo que pueda resultar valioso no sólo (o no tanto) para uno
mismo sino también, sobre todo, para los demás.
Ernesto ha contribuido más que nadie, y a lo largo de muchas décadas,
a comunicar a los filósofos del Derecho españoles con los europeos y los
americanos. Y es obvio que la situación de, al menos, relativo esplendor
de que hoy goza la filosofía del Derecho en países como España, Italia,

México, Argentina…es en buena medida obra suya. No ha sido, sin
embargo, un filósofo del Derecho a secas, sino que ha cultivado también
tanto la filosofía moral como la política y se ha esforzado por trazar
puentes entre esas tres dimensiones de la racionalidad práctica; en ese
aspecto, su obra se asemeja a la de Nino. De la misma manera que guarda
cierto parecido con Bobbio su estilo de pensamiento, de construcción
teórica, que ha asumido preferentemente la forma del artículo. De su
extensa producción habría muchas cosas que destacar pero, en mi
opinión, la mayor aportación de Ernesto ha consistido en poner el foco en
los problemas de ética normativa y en defender el objetivismo moral y
consiguientemente en criticar el relativismo y el escepticismo moral: al
principio, bastante a contracorriente de la escuela de filosofía analítica en
la que se había formado; luego, muchos le hemos acompañado en esa
batalla intelectual. Hace ya muchos años (en 1993) traté de sistematizar el
pensamiento de filosofía moral -y, en parte, también jurídica y política- de
Ernesto (el Sistema EGV) en una serie de principios, reglas y tesis teóricas
que venían a ofrecer una respuesta a los grandes problemas de la ética y
que constituye, esencialmente, la guía de orientación del trabajo
intelectual para quien se mueve en el campo de la filosofía práctica, a la
que antes me refería. Voy a limitarme aquí a enunciar los que considero
como principios básicos (11, porque a los 10 iniciales añadí luego el de
dignidad humana) del pensamiento de Ernesto, que han sido ampliamente
discutidos entre nosotros y que han tenido y siguen teniendo una gran
influencia.
1. Principio de los deberes positivos generales: “Todo individuo está
moralmente obligado a realizar un sacrificio trivial para evitar un
daño o contribuir a superarlo, sin que para ello sea relevante la
existencia de una relación contractual previa o la identidad de los
destinatarios de la obligación.”
2. Principio de la tolerancia: “Nadie tiene derecho a prohibir acciones
de los demás por la simple razón de que vayan en contra de alguna
de las normas de su sistema normativo básico.”
3. Principio del paternalismo jurídico justificado: “Los órganos
estatales deben tomar medidas que se impongan en contra de la
voluntad de sus destinatarios, si estos están en una situación de

incompetencia básica y las medidas están dirigidas objetivamente a
evitarles un daño.”
4. Principio del coto vedado: “Las cuestiones concernientes a la
vigencia plena de los bienes primarios o básicos no pueden dejarse
libradas a procedimientos de discusión en los que juegue algún
papel la voluntad o los deseos de los integrantes de la comunidad.”
5. Principio de legitimidad: “Debe procurarse que todos los seres
humanos vivan en un sistema político que posea legitimidad.”
6. Principio de desobediencia civil: “Nadie tiene la obligación moral de
obedecer normas jurídicas que pugnan contra su conciencia,
cualquiera que sea el origen de esas normas.”
7. Principio de inviolabilidad de la ética: “Nadie está eximido de
cumplir con sus obligaciones éticas.”
8. Principio del individualismo ético: “Nadie puede imponer a otro
obligaciones que éste no desee asumir, a no ser que esa sea la única
forma de asegurar un derecho básico de otro individuo o de sí
mismo.”
9. Principio de inderogabilidad de la moral: “Nadie puede derogar los
anteriores principios.”
10. Principio del carácter supremo de la moral: “No puede haber
razones que se impongan a la moral.”
11. Principio de la dignidad humana: “Todos y sólo los seres humanos
vivos deben ser tratados por los demás y también por ellos como
fines en sí mismos.”

Y vuelvo de nuevo al tema del agradecimiento. En alguna medida se
trata de una tendencia, un impulso, natural, que con alguna frecuencia
siente el que ha sido objeto de un favor. Pero también de un deber, cuya
naturaleza y justificación podría merecer alguna reflexión. Uno está
agradecido a Ernesto, en lo personal y en lo profesional. Y además debe
estarlo, esto es, haría mal si no mostrara agradecimiento. ¿Pero de qué
tipo de deber se trata? Se me ocurren tres posibilidades que quizás no
sean entre sí excluyentes. O, mejor dicho, no del todo.

La primera consistiría en verlo como un deber, digamos, de tipo
estratégico, hobbesiano. En El Leviathán, el principio de gratitud
constituye una de las leyes de naturaleza, que el filósofo inglés formula de
esta forma: “Que un hombre que reciba beneficio de otro por mera gracia
se esfuerce para que aquel que lo haya dado no tenga causa razonable
para arrepentirse de su buena voluntad”. Y que justifica en estos
términos: “pues nadie da más que con la intención de procurarse a sí
mismo un bien, porque el dar es voluntario, y en todo acto voluntario el
objeto es para todo hombre su propio bien. Por tanto, si los hombres ven
que quedarán frustrados, no habrá comienzo de benevolencia o confianza
ni, por consiguiente, ayuda mutua”.
Otra posibilidad sería configurarlo como un deber propiamente moral,
si se quiere, un deber kantiano: hay que mostrar gratitud hacia aquellos
de quienes recibimos beneficios sin pedirnos nada a cambio, porque eso
es lo correcto, sin más. Y me parece que así es como el propio Ernesto lo
ha entendido cuando ha estado en esa situación. Alguna vez he contado
una anécdota que, en mi opinión, refleja esa actitud. Cuando en 1974 el
peronismo autoritario y de derechas le expulsó del servicio diplomático
(de la embajada de Bonn, en donde era agregado) y se quedó en Alemania
literalmente en la calle, recibió en seguida un telegrama de Theodor
Vieweg en el que el autor de Tópica y Jurisprudencia, que era a la sazón
catedrático en la Universidad de Maynz, con la que Ernesto colaboraba, le
anunció que le enviaba su sueldo completo del mes “por razones de
amistad”. Desde entonces ha tenido ese telegrama enmarcado y colgado
en la pared, enfrente de su mesa de trabajo, pero no porque necesitara de
esa ayuda visual para sentirse agradecido de por vida por ese gesto, sino
porque eso ponía de manifiesto la posibilidad del comportamiento
altruista. O sea, que no somos, o no somos del todo, maximizadores de
utilidades, como suponía Hobbes.
Y la tercera posibilidad, que no excluye las otras dos, sino que en
cierto modo las integra, sería ver el deber de gratitud que uno siente hacia
quien ha sido -como antes decía- un maestro intelectual y un maestro de
vida, como algo parecido a un deber institucional. Me refiero con ello a los
deberes que se justifican por su conexión con lo que consideramos bienes
internos o propios de una institución. Como, por ejemplo, el deber de los
jueces de velar por el prestigio de la jurisdicción (porque no se puede
aspirar a ser un buen juez en un sistema de justicia desacreditado) o el

deber de los periodistas de decir la verdad e informar con objetividad
(porque de otra manera desaparecería lo que normalmente entendemos
por opinión pública). En relación con Ernesto, nuestro deber principal, me
parece a mí, consiste en hacer lo posible para que se den las condiciones
que propicien la existencia de muchos -al menos de algunos- Ernestos en
nuestras vidas académicas y personales. Simplemente porque nuestras
existencias -o la de quienes vengan detrás de nosotros- serán así mejores:
este sería el aspecto hobbesiano del deber. Pero sobre todo porque la
generosidad es en sí misma un valor; y esta sería su dimensión kantiana.
Hace más de un siglo, Oscar Wilde escribió una famosa obra de teatro
titulada “The importance of being Ernest”. Ya sé que la traducción al
castellano, “La importancia de llamarse Ernesto”, es inexacta, pero me
sirve muy bien para concluir mi intervención subrayando que lo
importante no es llamarse Ernesto sino ser, comportarse como, Ernesto.
¡Esforcémonos en ello!

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