Coincidí personalmente por vez primera con el Profesor Garzón Valdés siendo apenas un estudiante de Licenciatura, a mediados de los años 90 del pasado siglo. La primera impresión que tuve fue la de una persona muy elegante, pero de esa elegancia que surge de la sencillez y la naturalidad, y no del artificio y de esa cierta impostura de quien interpreta un papel para parecer algo que no es. Pronto advertí que esa elegancia se trasladaba a todos los ámbitos de su carácter, a su forma de hablar y (más aún) de escuchar, a su cercanía en el trato, a su fino sentido del humor, y al genuino interés y respeto que mostraba por las opiniones, argumentos y puntos de vista de todos y cada uno de los participantes en sus debates, conferencias y seminarios, ya provinieran de ilustres profesores y expertos, o del último de los becarios o estudiantes.

El Maestro lograba conjugar una enorme erudición y sabiduría con la calidez y cercanía, lejos de cualquier actitud distante o altiva; su larguísima trayectoria intelectual no estaba reñida con un interés constante por aprender y explorar nuevos ámbitos, temáticas y autores, a quien siempre leía con gran interés y rescatando todas las posibles aportaciones valiosas de su pensamiento; y con gran facilidad (pues una de sus muchas virtudes era hacer que todo fuera más fácil) era capaz tanto de analizar y comentar el último libro recién publicado o la última corriente filosófica como de organizar un seminario sobre el pensamiento de Spinoza o de Condorcet. Y es que, quizá por encima de todo, Garzón Valdés era un Ilustrado, con mayúsculas, de esos que encarnaban el auténtico espíritu de la Ilustración, interesado en el progreso del conocimiento en todos los ámbitos, en el valor de la Razón, y con el convencimiento de que el progreso intelectual va de la mano del progreso moral. Gracias a él, todos los que en alguna medida le tratamos somos un poco más sabios y mejores personas. Descanse en paz.