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Admiración, vocación, trabajo y amistad. Por María José Añón.

Me reconozco en «ese tejido de admiración, vocación, trabajo y amistad que destila a su alrededor Ernesto, que crea Ernesto con su manera de ser» al que hizo referencia Paco Laporta en la laudatio que pronunció en el homenaje a Ernesto Garzón Valdés celebrado en Alicante con motivo de su octogésimo aniversario, un discurso tan inundante como afectuoso que sería posteriormente llevado al papel en el número 30 de la revista Doxa.

 

La primera vez que vi a Ernesto fue, precisamente, en una de las reuniones en las que se gestó el nacimiento de Doxa, encuentro que reunió a un grupo de profesores que lograron impulsar un proyecto en aquel entonces ya novedoso que, después de tantos años, sigue teniendo una indiscutible trascendencia. Aquel primer contacto tuvo continuidad en las jornadas anuales en Tossa de Mar, en las que quienes comenzábamos en esto de la filosofía del derecho teníamos la oportunidad –y el privilegio– de aprender y pensar junto a los maestros que nos precedían. Desde entonces, he admirado la inteligencia de Ernesto y me he sentido profundamente honrada de contar con su afecto personal.

 

Tienen razón quienes señalan que la figura de Ernesto Garzón no ha descollado solo por su obra y por todos los proyectos que auspició, sino también, o sobre todo, por los vínculos de amistad y respeto que contribuyó a fraguar en aquellas actividades académicas, unos nexos forjados justamente por su modo de ser y de estar. Algo que vivimos en primera persona cuando recibió emocionado el Doctorado Honoris Causa en la Universitat deValència, como destacó Javier de Lucas en su intervención en aquel acto tan memorable para nosotros. Durante varios años, celebramos un seminario en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Valencia que congregaba a profesores y profesoras provenientes del área de filosofía del derecho y, especialmente, de los departamentos de lógica, metafísica o estética. Mercedes Torrevejano, catedrática de metafísica y amiga entrañable de Garzón Valdés, era el alma de estos encuentros, en los que reflexionábamos sobre temas que constituían algunas de las principales preocupaciones de Ernesto y en los que siempre proponía enfoques innovadores del pensamiento filosófico y jurídico. Posteriormente, me incorporé a algunos de sus interesantes proyectos, entre ellos, por ejemplo, la Fundación Coloquio Jurídico. Siempre estaré enormemente agradecida por el hecho de que una personalidad de semejante altura intelectual contara conmigo.

 

Ernesto proyectaba una inteligencia elegante, alejada de cualquier forma de provincianismo, y confería dignidad al pensamiento iusfilosófico. A esta actitud teórica aunaba un profundo respeto personal por sus semejantes y una preocupación por cultivar la amistad con quienes, de una u otra manera, formábamos parte de la red de relaciones que propició. Como él mismo señaló, la amistad es algo racional, podemos conformarla, y por ello es imposible liberarse de la responsabilidad moral que impone. Gracias, Ernesto Garzón. 

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