Siempre he admirado al profesor Ernesto Garzón Valdés por el brillo de su obra, por la energía que traslucía su inmenso trabajo y por esa singular elegancia académica tan suya, que se revelaba aun en el trato más superficial. Incluso yo mismo, que no gocé de una relación con él tan estrecha como otros afortunados colegas, fui beneficiario de esas virtudes suyas y desearía contar una historia, seguramente una entre tantas, que hablan de su generosidad y su amor por la ciencia.

Como sabemos (también gracias a él, pues el de disposición es concepto que manejó con singular soltura en sus escritos), la generosidad es una disposición y la suya se manifestó delante de mí con toda claridad hace algo más de veinte años. Él estaba de paso por Toledo, donde nos había deslumbrado una vez más con una conferencia por invitación de Luis Prieto. A su término, le comenté mi intención de contactar con su amigo, el profesor Robert Alexy, para que me aceptara disfrutar de una estancia de investigación en su juristisches  Seminar de Kiel durante unos meses. Sin pensárselo dos veces, Ernesto Garzón tomó su móvil y le llamó de inmediato. Pudiera parecer sólo un pequeño detalle; pero, bien pensado, ahora me parece que sin aquella espontánea mediación de Ernesto Garzón, probablemente no habría disfrutado de una de las experiencias académicas más enriquecedoras de mi vida.

Me gusta suponer, en fin, que cuando un profesor universitario actúa de este modo con quien poco le pueda ofrecer a cambio y a quien nada en especial debe, probablemente esté también reproduciendo el bien que le hiciera otro en algún momento sin otro motivo que la generosidad. Ahora recuerdo (aunque no dónde lo leí) que, en un momento de dificultades, Garzón recibió un giro con dinero. Su remitente era Theodor Viehweg y el concepto del montante: “amistad”.

Antes de partir a Kiel ya estaba aprendiendo nuevas lecciones. En eso se reconoce seguramente a maestros como Garzón.