Atrás Domènec Font, la memoria fértil. Albert Elduque i Alan Salvadó

Domènec Font, la memoria fértil. Albert Elduque i Alan Salvadó

Albert Elduque y Alan Salvadó, profesores del Departamento de Comunicación de la UPF.
17.05.2021

 

Cuando hablaba de Murnau, el mítico director alemán de Nosferatu (1922) y Amanecer (1927), Domènec Font solía decir, con sorna, que sus películas eran más antiguas que las momias de Egipto. Se refería así a una distancia emocional entre las obras del pasado y los estudiantes del presente, una distancia que condenaba la historia del cine a ser una especie de catacumbas polvorientas e inexpugnables, cuando no un territorio idealizado al que ya nunca podremos volver, como el Hollywood clásico.

Domènec Font, catedrático y profesor de los Estudios de Comunicación Audiovisual, no es más antiguo que las momias de Egipto. Ahora bien, cuando se cumplen diez años de su muerte, es inevitable que nos preguntamos qué queda de él en nosotros, al margen de la distancia temporal y, también, de las anécdotas nostálgicas. Es decir, como sus ideas laten en nuestros textos; como sus gestos sobreviven en nuestras clases; de qué manera sus impulsos vitales pueden, todavía hoy, electrificar seleccionados.
 
En los años 80, bien antes de la creación de la Universidad Pompeu Fabra, dirigió en Televisión Española La Memoria Fértil, un programa de perfiles de intelectuales y artistas españoles y latinoamericanos del siglo XX; un repertorio sorprendente que incluía a Josep Pla, Margarita Xirgu, Ramón Gómez de la Serna... y que, por suerte, los valientes pueden consultar en el archivo digitalizado de RTVE (https://www.rtve.es/alacarta/ videos-audios/la-memoria-fertil/). De los diferentes capítulos, destaca especialmente el de Buñuel, donde el mismo Domènec Font aparecía al inicio, dirigiendo su equipo de rodaje. Comenzaba con la receta de un dry martini según las instrucciones del maestro de Calanda, y terminaba con Buñuel cargando un revólver. Declaración de intenciones irreverente, activa, guerrera, si se quiere. El cine como bebida y el cine como arma.
 
Domènec Font era siempre partidario del diálogo, o más bien de la discusión. Discusión que circulaba entre campos de conocimiento, transdisciplinaria y intermedial, pero demasiado ingobernable como para someterse a cualquiera de estas palabras. Discusión con otros autores y entre críticos y creadores, como quedó claro en su organización de las cuatro ediciones del Congreso-Muestra de Cine Europeo Contemporáneo (MICEC, 2005-2008), evento híbrido entre el simposio y el festival donde consiguió llevar a Barcelona cineastas de la talla de Manoel de Oliveira, Béla Tarr, Alexander Sokurov o Chantal Akerman. Como sus admirados Orson Welles o Stanley Kubrick, Font era un megalómano y siempre consideró el MICEC la culminación de sus delirios cinematográficos. Son igual de impresionantes el plantel de nombres que consiguió llevar a Barcelona y la lista de aquellos a quienes trató de seducir con su propuesta de foro de debate cinematográfico de cine europeo, a pesar de que le acabaran diciendo que no (Haneke, Moretti, Scorsese...). Eran cineastas a los que admiraba, pero siempre se resistió a quedarse boquiabierto ante sus imágenes: veía en las películas espacios de diálogo, provocación activa y presente.
 

En efecto, cuando hablaba del pasado, Domènec Font era contrario a cualquier tipo de idealización. A menudo era irreverente y juguetón, como también lo fueron sus admirados Buñuel y Godard. La memoria que Domènec Font hacía de la historia del cine era, sí, una memoria fértil, orgánica, productiva; una memoria arborescente que debía desbordar los límites del jardín académico. Pocas personas podían ser tan seductoras explicando el argumento de una película, haciéndolo suyo de una manera tan visceral, con la pulsión de un narrador que nos hipnotiza y nos atrapa. No en vano una de sus películas favoritas era La noche del cazador (1955): una fábula tenebrosa que, como la canción que tarareaba Robert Mitchum, nos aterriza pero nos encanta, un canto de las sirenas que el profesor entonaba con misterio.

 
Giorgio Agamben escribió hace unos años que "el juego como órgano de la profanación está todo en decadencia. El hombre moderno ya no sabe jugar", y señalaba la necesidad esencialmente política de profanar para reapropiarse de las cosas, para romper con su sacralidad y hacérnoslo nuestras. Las clases de Domènec Font eran juegos fílmicos, rompecabezas cronológicos, misas bárbaras, cuentos de terror a la luz de la luna, convulsiones al celuloide; nos enseñaban que la mejor manera de tomar las películas es profanarlas, agitarlas, cruzándose con ellas, para que fecunde el pensamiento.
 
Precisamente, en la I Jornada Científica de la Investigación en Comunicación en Cataluña (2009), celebrada en el Instituto de Estudios Catalanes, Font inició su intervención con una proclama belicosa: "la próxima guerra en la universidad será entre los que utilizan el Power Point y los que no". Domènec Font era de estos últimos y, como otras "guerras" que entregó, esta también la acabaría perdiendo. Sin embargo, detrás de esta frase se esconde una crítica a las clases, presentaciones o conferencias prefabricadas, que tras el despliegue visual de la tecnología maquillan la ausencia de contenido o pensamiento a transmitir. Font nunca se escondió detrás las coloridas diapositivas de un Power Point, y su figura y su palabra eran su principal combustible de transmisión de ideas. Más que llegar al punto de destino a través de la línea recta, se estimaba el deambular, el rizoma, un tipo de pensamiento y de discurso en vías de desaparición hoy día pero que él, con su personalidad, era capaz de sostener ante de cualquier auditorio.
 

Esta es la memoria fértil de Domènec Font, la que aún germina dentro de nosotros. La que nos anima a profanar los santuarios de las momias del cine, porque, como ocurrió con Tutankamón, nos embruja con sus maldiciones.

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