Nadie ha sido tan generoso conmigo como Ernesto. Y esta es una frase que muchos (de los que están aquí o fuera de aquí) podrían pronunciar también con toda seguridad. No es la primera vez que participo en un homenaje a Ernesto y, por ello, no es tampoco la primera vez en la que me he referido, en público, a su generosidad. Los homenajes constituyen uno de los ejemplos más notorios de lo que en la tradición retórica se llamó el género epidíctico o demostrativo, o sea, el tipo de discurso (bien necesario, por cierto, tanto en la sociedad antigua como en la contemporánea) cuyo objeto -como ya estableció Aristóteles en su Retórica- es el elogio o la censura. Cuando se trata de elogiar, de elogiar a alguien, nos encontramos, obviamente, con el tema de las virtudes. Y, en fin, entre las diversas virtudes que se pueden atribuir a Ernesto, yo creo que la más manifiesta es la generosidad. Ernesto es, ante todo, una persona generosa. Aristóteles, al menos en la obra mencionada, no hace ninguna referencia a esa virtud, a la generosidad, pero sí a un rasgo, cabría decir, propio del que es generoso y que suscita en los demás una actitud, una pasión, consistente en ser agradecido. Me refiero al favor, que el Estagirita considera es “una ayuda al que la necesita, no a cambio de algo, ni con alguna finalidad para el que presta la ayuda, sino para el otro”. Luego volveré a ello, al tema del agradecimiento, pero antes me van a permitir que les lea algunos párrafos de un texto que escribí, hace unos pocos años, con motivo de la medalla que le otorgó a Ernesto la Fundación Coloquio Jurídico Europeo, una de las múltiples empresas intelectuales que impulsó (con gran éxito) y en la que le acompañamos algunos de los que aquí estamos. Si necesitara alguna justificación para ello, creo que podría servirme la socarrona frase de Eugenio Bulygin, uno de los grandes amigos de Ernesto (y de muchos de nosotros): “Hay que repetirse mucho para no contradecirse”. “Cuando hace unos días -escribía entonces- me puse a pensar en el contenido de esta carta [a aquel texto le di una forma epistolar], me vino a la cabeza el recuerdo de cuando te conocí, en el aeropuerto de Barajas, en
septiembre de 1976. Yo había ido a buscarte con Elías Díaz. Apareciste –venías de Alemania- con una cartera –un portafolios- y una maleta y, después de saludarnos, me ofrecí a ayudarte con alguno de los dos bultos, pero tú te negaste a ello de manera enérgica y, por supuesto, con la cordialidad y elegancia que, uno diría, forma parte consustancial de tu persona. He contado muchas veces esta anécdota (alguna vez incluso me la habrás oído en un acto como éste), porque me parece que define muy bien uno de los rasgos más característicos de tu personalidad y que encaja con toda exactitud en lo que Ortega y Gasset llamaba hombre noble, en el sentido de esforzado o excelente, y que contraponía al hombre-masa, al hombre vulgar. He acudido a mi ejemplar de La rebelión de las masas para buscar una cita apropiada y no me ha costado encontrarla: ‘[E]l hombre selecto o excelente está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone. Recuérdese que al comienzo distinguíamos al hombre excelente del hombre vulgar diciendo que aquél es el que se exige mucho a sí mismo, y éste, el que no se exige nada, sino que se contenta con lo que es y está encantado consigo. Contra lo que suele creerse es la criatura de selección, y no la masa, quien vive en esencial servidumbre. No le sabe su vida si no la hace consistir en servicio a algo trascendente. Por eso no estima la necesidad de servir como una opresión. Cuando ésta, por azar, le falta, siente desasosiego e inventa nuevas normas más difíciles, más exigentes, que le opriman. Esto es la vida como disciplina –la vida noble-. La nobleza se define por la exigencia, por las obligaciones, no por los derechos. Noblesse oblige’. Realmente es como si Ortega estuviera pensando en ti en el momento en que escribía esas líneas (más o menos, en el mismo año de tu nacimiento; hacia 1927). A través de todos estos años en los que he tenido ocasión de compartir tantas cosas contigo, he podido ver muchas veces repetida esa escena de la maleta: la negativa a recibir una ayuda en relación con algo que tú podías hacer por ti mismo y, en cambio, tu disposición a ayudar a los otros por pura generosidad o, para decirlo con las expresiones de Ortega, porque la vida noble te exigía eso: verte a ti mismo como titular de obligaciones hacia los demás, no de derechos; a ti, en fin, la vida no te ha sabido sin el servicio a una causa trascendente que
en tu caso cabría llamar “la salvación intelectual de los jóvenes”. Hasta incorporaste a tu léxico personal ese lenguaje escatológico que a algunos nos hacía tanta gracia: “Fulano se ha salvado, ha conseguido un puesto de profesor en…”; “hay que salvar a Zutano, ¡es un tipo tan inteligente!”. Y por lo que se refiere a otro de los rasgos que aparece en la caracterización de Ortega, el de una vida de disciplina. Recuerdo, en alguna de mis estancias en el apartamento de la Hohenzollernstrasse, en Bad- Godesberg, que la regla que te autoimpusiste de traducir al menos dos páginas al día no dejabas de cumplirla ni siquiera cuando llegabas de madrugada de alguno de tus extenuantes y frecuentes viajes; yo creo mucho –solías decir- en el trabajo de la hormiguita: poco a poco se puede conseguir mucho. Lema que te aplicaste, también de manera implacable, para trasladar tu biblioteca personal –de unos cuantos miles de volúmenes- a la casa de Delia: todavía te recuerdo todas las tardes saliendo del apartamento con un par de bolsas repletas de libros.” Pero volvamos al tema del agradecimiento. Los favores pueden ser de muchos tipos y, por ello, también cabe hablar seguramente de diversos tipos de agradecimiento. Uno puede ser generoso a la hora de prestar una ayuda económica, de dar un buen consejo, de prestarse para ayudar en alguna tarea, de usar sus relaciones personales para favorecer a alguien, de evitar algún conflicto innecesario, de esforzarse porque el mérito ajeno sea debidamente reconocido, de contribuir al bienestar de los que uno tiene a su lado o de orientar el trabajo intelectual hacia metas valiosas. La generosidad de Ernesto ha tenido todas esas dimensiones, pero ahora me gustaría centrarme en esta última que es la que podría considerarse como más característica de un maestro, aunque él haya sido tanto un maestro intelectual como un maestro de vida. Ernesto nos ha enseñado cómo vivir bien y, en particular, cómo hacer de la propia trayectoria intelectual, de su obra teórica, algo que pueda resultar valioso no sólo (o no tanto) para uno mismo sino también, sobre todo, para los demás. Ernesto ha contribuido más que nadie, y a lo largo de muchas décadas, a comunicar a los filósofos del Derecho españoles con los europeos y los americanos. Y es obvio que la situación de, al menos, relativo esplendor de que hoy goza la filosofía del Derecho en países como España, Italia,
México, Argentina…es en buena medida obra suya. No ha sido, sin embargo, un filósofo del Derecho a secas, sino que ha cultivado también tanto la filosofía moral como la política y se ha esforzado por trazar puentes entre esas tres dimensiones de la racionalidad práctica; en ese aspecto, su obra se asemeja a la de Nino. De la misma manera que guarda cierto parecido con Bobbio su estilo de pensamiento, de construcción teórica, que ha asumido preferentemente la forma del artículo. De su extensa producción habría muchas cosas que destacar pero, en mi opinión, la mayor aportación de Ernesto ha consistido en poner el foco en los problemas de ética normativa y en defender el objetivismo moral y consiguientemente en criticar el relativismo y el escepticismo moral: al principio, bastante a contracorriente de la escuela de filosofía analítica en la que se había formado; luego, muchos le hemos acompañado en esa batalla intelectual. Hace ya muchos años (en 1993) traté de sistematizar el pensamiento de filosofía moral -y, en parte, también jurídica y política- de Ernesto (el Sistema EGV) en una serie de principios, reglas y tesis teóricas que venían a ofrecer una respuesta a los grandes problemas de la ética y que constituye, esencialmente, la guía de orientación del trabajo intelectual para quien se mueve en el campo de la filosofía práctica, a la que antes me refería. Voy a limitarme aquí a enunciar los que considero como principios básicos (11, porque a los 10 iniciales añadí luego el de dignidad humana) del pensamiento de Ernesto, que han sido ampliamente discutidos entre nosotros y que han tenido y siguen teniendo una gran influencia. 1. Principio de los deberes positivos generales: “Todo individuo está moralmente obligado a realizar un sacrificio trivial para evitar un daño o contribuir a superarlo, sin que para ello sea relevante la existencia de una relación contractual previa o la identidad de los destinatarios de la obligación.” 2. Principio de la tolerancia: “Nadie tiene derecho a prohibir acciones de los demás por la simple razón de que vayan en contra de alguna de las normas de su sistema normativo básico.” 3. Principio del paternalismo jurídico justificado: “Los órganos estatales deben tomar medidas que se impongan en contra de la voluntad de sus destinatarios, si estos están en una situación de
incompetencia básica y las medidas están dirigidas objetivamente a evitarles un daño.” 4. Principio del coto vedado: “Las cuestiones concernientes a la vigencia plena de los bienes primarios o básicos no pueden dejarse libradas a procedimientos de discusión en los que juegue algún papel la voluntad o los deseos de los integrantes de la comunidad.” 5. Principio de legitimidad: “Debe procurarse que todos los seres humanos vivan en un sistema político que posea legitimidad.” 6. Principio de desobediencia civil: “Nadie tiene la obligación moral de obedecer normas jurídicas que pugnan contra su conciencia, cualquiera que sea el origen de esas normas.” 7. Principio de inviolabilidad de la ética: “Nadie está eximido de cumplir con sus obligaciones éticas.” 8. Principio del individualismo ético: “Nadie puede imponer a otro obligaciones que éste no desee asumir, a no ser que esa sea la única forma de asegurar un derecho básico de otro individuo o de sí mismo.” 9. Principio de inderogabilidad de la moral: “Nadie puede derogar los anteriores principios.” 10. Principio del carácter supremo de la moral: “No puede haber razones que se impongan a la moral.” 11. Principio de la dignidad humana: “Todos y sólo los seres humanos vivos deben ser tratados por los demás y también por ellos como fines en sí mismos.”
Y vuelvo de nuevo al tema del agradecimiento. En alguna medida se trata de una tendencia, un impulso, natural, que con alguna frecuencia siente el que ha sido objeto de un favor. Pero también de un deber, cuya naturaleza y justificación podría merecer alguna reflexión. Uno está agradecido a Ernesto, en lo personal y en lo profesional. Y además debe estarlo, esto es, haría mal si no mostrara agradecimiento. ¿Pero de qué tipo de deber se trata? Se me ocurren tres posibilidades que quizás no sean entre sí excluyentes. O, mejor dicho, no del todo.
La primera consistiría en verlo como un deber, digamos, de tipo estratégico, hobbesiano. En El Leviathán, el principio de gratitud constituye una de las leyes de naturaleza, que el filósofo inglés formula de esta forma: “Que un hombre que reciba beneficio de otro por mera gracia se esfuerce para que aquel que lo haya dado no tenga causa razonable para arrepentirse de su buena voluntad”. Y que justifica en estos términos: “pues nadie da más que con la intención de procurarse a sí mismo un bien, porque el dar es voluntario, y en todo acto voluntario el objeto es para todo hombre su propio bien. Por tanto, si los hombres ven que quedarán frustrados, no habrá comienzo de benevolencia o confianza ni, por consiguiente, ayuda mutua”. Otra posibilidad sería configurarlo como un deber propiamente moral, si se quiere, un deber kantiano: hay que mostrar gratitud hacia aquellos de quienes recibimos beneficios sin pedirnos nada a cambio, porque eso es lo correcto, sin más. Y me parece que así es como el propio Ernesto lo ha entendido cuando ha estado en esa situación. Alguna vez he contado una anécdota que, en mi opinión, refleja esa actitud. Cuando en 1974 el peronismo autoritario y de derechas le expulsó del servicio diplomático (de la embajada de Bonn, en donde era agregado) y se quedó en Alemania literalmente en la calle, recibió en seguida un telegrama de Theodor Vieweg en el que el autor de Tópica y Jurisprudencia, que era a la sazón catedrático en la Universidad de Maynz, con la que Ernesto colaboraba, le anunció que le enviaba su sueldo completo del mes “por razones de amistad”. Desde entonces ha tenido ese telegrama enmarcado y colgado en la pared, enfrente de su mesa de trabajo, pero no porque necesitara de esa ayuda visual para sentirse agradecido de por vida por ese gesto, sino porque eso ponía de manifiesto la posibilidad del comportamiento altruista. O sea, que no somos, o no somos del todo, maximizadores de utilidades, como suponía Hobbes. Y la tercera posibilidad, que no excluye las otras dos, sino que en cierto modo las integra, sería ver el deber de gratitud que uno siente hacia quien ha sido -como antes decía- un maestro intelectual y un maestro de vida, como algo parecido a un deber institucional. Me refiero con ello a los deberes que se justifican por su conexión con lo que consideramos bienes internos o propios de una institución. Como, por ejemplo, el deber de los jueces de velar por el prestigio de la jurisdicción (porque no se puede aspirar a ser un buen juez en un sistema de justicia desacreditado) o el
deber de los periodistas de decir la verdad e informar con objetividad (porque de otra manera desaparecería lo que normalmente entendemos por opinión pública). En relación con Ernesto, nuestro deber principal, me parece a mí, consiste en hacer lo posible para que se den las condiciones que propicien la existencia de muchos -al menos de algunos- Ernestos en nuestras vidas académicas y personales. Simplemente porque nuestras existencias -o la de quienes vengan detrás de nosotros- serán así mejores: este sería el aspecto hobbesiano del deber. Pero sobre todo porque la generosidad es en sí misma un valor; y esta sería su dimensión kantiana. Hace más de un siglo, Oscar Wilde escribió una famosa obra de teatro titulada “The importance of being Ernest”. Ya sé que la traducción al castellano, “La importancia de llamarse Ernesto”, es inexacta, pero me sirve muy bien para concluir mi intervención subrayando que lo importante no es llamarse Ernesto sino ser, comportarse como, Ernesto. ¡Esforcémonos en ello!