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Article d'Opinió Oci Nocturn i Joves en temps de COVID-19

España, un país donde ‘la noche’ es un virus y los jóvenes son peligrosos.

Jordi Nofre. es profesor de la Faculdade de Ciências Sociais & Humanas Universidade Nova de Lisboa.
 

21.10.2020

Imatge inicial

En el actual contexto pandémico, el conjunto de los actores políticos, sociales y mediáticos presentan a la juventud de nuestro país como sujetos moralmente, socialmente y sanitariamente peligrosos.

 

*Artículo original publicado en El Salto.

Extracto:

Más de medio año después de la declaración del Estado de Alarma, y cuatro meses después una hiperacelerada desescalada (incluso, paradójicamente, con episodios casi-cuánticos en alguna de las regiones profetas de la ultraortodoxia biopolítica, como la catalana), el paisaje laboral y económico para nuestra juventud —por no hablar del político— bien podría ser representado metafóricamente con una preciosa postal del desierto almeriense de Tabernas.

Tras estar encerrados estoicamente dos meses en sus respectivos hogares, centenares de miles de jóvenes no ven más futuro en este país que los vídeos del TikTok, las stories del Instagram, el Discover Weekly del Spotify, quemar horas y horas enganchados a la Play o al Fortnite, o quedar con sus amigas/os en bares, clubes o discotecas —o en sus terrazas— quienes pueden desprenderse de 20 euros en un pestañear de ojos; en casas, parques o playas, quienes no.

Si bien tal y como describía la notícia Radiografía del origen de los brotes en España de la periodista Pilar Bayón (RTVE, 17/08/2020), en la cual se citan fuentes ministeriales, los casos más numerosos de contagio del coronavirus SARS-COV-2 en la época veraniega estuvieron mayoritariamente relacionados con las reuniones familiares y las fiestas particulares, el aumento progresivo de brotes durante el verano —especialmente los más mediáticos como el del barrio pamplonés de Mendillorri, Córdoba o Gandía, todos ellos relacionados directamente con prácticas formales e/o informales de ocio nocturno juvenil en época veraniega, como el más reciente de la fiesta de estudiantes de la Universidad Politécnica de Valencia una vez iniciado el curso académico— han supuesto la activación de un frente institucional-mediático criminalizador del ocio nocturno (y, por extensión, de la juventud) ciertamente eficaz, implacable y sin espacio alguno a la construcción de un debate sereno, reflexivo, crítico y propositivo tal y como demanda —o debería demandar— toda sociedad democrática europea.

Sorprende todavía más que la elaboración y publicación del documento de “Medidas para la reducción del contagio por el coronavirus SARS-CoV-2 en el ámbito del ocio nocturno. Directrices y recomendaciones”, de junio de 2020 (elaborado y consensuado entre la Secretaría de Estado de Turismo, las Comunidades Autónomas, la Federación Nacional de Empresarios de Ocio y Espectáculos España de Noche y los sindicatos mayoritarios CC OO y UGT, entre otros actores sociales e institucionales), haya quedado relegado en un cajón sin fondo mientras que a servidor le cuesta reservar una plaza en el gimnasio para las clases de Zumba, Zumba/Cul10, Zumba/Abd, Zumba/D-Mov y Zumba/Tonifícate, en donde se baila mucho más que en una discoteca en la cual desde hace años casi nadie baila; lo de Studio 54 en la barcelonesa Avenida Paralel fue un espejismo.

Si los epidemiologistas fueran expertos en juventud y ocio nocturno, y nuestros responsables políticos pidiesen asesoramiento más allá de sus respectivos gabinetes de comunicación, sabrían que nuestras y nuestros adolescentes y jóvenes no bailan en las discotecas. Es más, buena parte de ellas y ellos directamente ni entran; para eso están los parques y plazas, los aledaños de los centros comerciales suburbanos, las colinas urbanas, las playas o directamente los cuartos y cocheras de los pueblos situados a lo largo y ancho de la geografía española. Y si fueran expertos en consumo de ocio nocturno comercial en segmentos de población adulta (que es la que realmente sustenta el sector), sabrían que —en el caso de discotecas de música comercial— muy poca gente baila en una discoteca: no llegan ni al 5%. Dar la vuelta al ruedo copichuela en mano, estar en corrillo con amigas y/o amigos en formación pagana de devoción a la montaña de bolsos y chaquetas en medio del grupo, perfeccionar el arte y oficio de pedir una copa desde la tercera fila de la barra, buscar a tu amiga que se ha perdido, o sencillamente ver quién pasa en los aledaños de los servicios constituye un croquis relativamente certero de la topografía social de una discoteca de música comercial.

Ante el desmañado homenaje a los trileros de la barcelonesa Rambla de les Flors, la marcha atrás efectuada en menos de 24h por la dirección política de la Consellería de Salut “por riesgo de rebrote” después del anuncio de la reapertura parcial del sector del ocio nocturno constituye, sin plan de apoyo ni de recuperación, una decisión política irresponsable, un simple disparate con consecuencias para nada anecdóticas.

Según datos ofrecidos en febrero de 2019 por la Federación de Asociaciones de Ocio Nocturno de España, el sector está constituido por 25.000 empresas, genera más de 200.000 puestos de trabajo directos e indirectos, representa un 1,8% del PIB —no muy lejano del significativo 2,7% del sector primario nacional— y facturó 20.000 millones de euros anuales el año pasado, contando con el consumo de 17 millones de españoles y de 40 millones de extranjeros. Más concretamente, y en el caso catalán, el sector del ocio nocturno contaba, en 2019, con 37.000 empleados directos, 12 veces más que Nissan: sin embargo, el sector del ocio nocturno aún espera cualquier atisbo de mediación proactiva, propuesta de apoyo económico, o plan de apoyo y recuperación sectorial, o incluso de reorientación laboral. Nissan lo tiene; la noche, no. Cierre y punto.

La adopción de tal posicionamiento ciertamente desigual —tanto a escala regional como estatal— se antoja como un desafortunado dislate fruto de dos hipotéticas causas que no son excluyentes entre ellas: o bien enroque férreo en la ‘no-política’ como manto encubridor de una absoluta y manifiesta incompetencia política; o bien adopción de esa ‘no-política’ en un contexto inmejorable para acabar de un simple (y literal) plumazo con una actividad económica que, si bien genera un porcentaje nada desdeñable del PIB nacional, (i) no ha sabido acabar de una vez por todas con los episodios de problemas de convivencia con los vecindarios, (ii) ha actuado muy insuficientemente en la lucha contra las violencias machistas hasta muy recientemente (y por presión popular, no por iniciativa propia) y (iii) ha sido, también desgraciadamente para nosotras y nosotros amantes de la noche, constante foco de episodios de xenofobia y racismo —a menudo en connivencia explícita o implícita de los respectivos cuerpos policiales.

Cierto es que una parte significativa del sector no ha cumplido con sus deberes. Sin embargo, ello no debe ser excusa para su liquidación ipso facto sin previo debate, reflexión, y evaluación de impacto económico y social; ya no solamente éste último en lo que se refiere a la pérdida de puestos de trabajo, sino a la pérdida de un espacio, de un tiempo —‘la noche’— que puede jugar un papel fundamental no solamente como fuente de bienestar socioemocional y de apoyo psicológico mutuo a nivel comunitario después de un periodo prolongado de confinamiento y aislamiento social, sino también de control estricto del cumplimiento de las medidas higiénicas y sanitarias en contextos de prácticas de ocio nocturno (también juvenil).

Y es que las políticas prohibicionistas no siempre son efectivas, especialmente en un país en donde el discurso político infantiliza a la ciudadanía, a quien solamente se le provee del espacio de reflexión, pensar y actuar exclusivamente en su ejercicio del derecho al voto o en los casi siempre estériles procesos de participación ciudadana.

Para el resto, y especialmente en situaciones extremadamente complejas como la actual, la ciudadana parece estar desprovista de conciencia, de capacidad crítica de reflexión, toma de decisión y acción. En particular, la extrema infantilización de la juventud —quienes, paradójicamente a sus 16 años ya pueden trabajar— y la imposición de medidas prohibicionistas (sin importar la Carta Europea de Derechos Fundamentales) es un mero y aberrante disparate de efectos contraproducentes. Para muestra, botón: en la semana previa al decreto de cierre indefinido del sector del ocio nocturno a mediado de agosto, la Guardia Urbana de Barcelona y los Mossos d’Esquadra desalojaron a 5.500 personas (en su mayoría, jóvenes y adolescentes) que estaban reunidos en las calles, plazas y playas de la ciudad condal con sus amigas y amigos, hablando y bebiendo: este último, verbo criminalizador si se realiza fuera de un espacio mercantilizado, como por ejemplo una terraza de bar.

En amplios espectros de la sociedad española (y no sólo) el aumento de las medidas prohibicionistas conlleva un mayor ímpetu de quebrar la ley, de desafiar al poder adultocéntrico, urbanocéntrico, autoritario y biopolitizador de nuestras cotidianeidades.

Vagos (o NiNis), maleantes, “insolidarios”, “sinvergüenzas” —y otras delicias léxicas— demuestran la incapacidad comprensiva de una sociedad española adultocéntrica que niega sistemáticamente la reflexión, el debate y la propuesta de posibles escenarios alternativos a la  juventud , que conlleva sistemáticamente la etiqueta (cosificada) de culpable mientras se debe lidiar con la agobiante incertidumbre —hoy muy palpable— de un No-Futuro en donde la única alternativa ofrecida por parte de la sociedad adulta y el poder político es la criminalización y la culpabilidad por una situación creada con motivo de una desescalada que, salvaguardando las distancias, pareció ser un homenaje a Berlanga.

Ante todo ello, y visto el panorama, ir de botellón mientras suena Spotify es un acto rebelde contra aquellas y aquellos que criminalizan la juventud sistemáticamente mientras claman por volver a llenar estadios de futbol, toleran sobreocupaciones en transporte público urbano y solamente permiten festivales de música y/o artes escénicas patrocinados por bancos, productoras y distribuidoras de bebidas alcohólicas e instituciones.

Para nosotras y nosotros amantes de la noche formal y/o informal, ser ‘rebelde’ no consiste en vulnerar la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública; ni sus principios generales, ni su espíritu, ni su respectivo articulado. Ni lo es, ni debería serlo bajo ningún concepto. Ser ‘rebelde’, sin embargo, emerge como condición indispensable de supervivencia a la consideración de ‘la noche’ como virus o como actividad económica (y sobre todo cultural) con suficiente potencial destructor del plan de recuperación nacional. Nada más lejos de tal desatino. El ocio nocturno no es solamente un acto de diversión hedonista y de reunión con nuestras amigas y amigos, sino una actividad de producción y consumo cultural, y para muchos de nosotros, un espacio-tiempo de evasión de una cotidianeidad cada vez más precarizada y de una extrema fragilidad e incerteza angustiosas que nos impide dibujar nuestro horizonte individual y colectivo.

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