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Reflexiones desde Cataluña en el 60º aniversario de los Tratados de Roma

Artículo de opinión de Josep Maria Casasús, catedrático Emérito de Periodismo de la Universitat Pompeu Fabra; Carles A. Gasòliba, miembro del Consejo de la Fondation Jean Monnet pour l’Europe, Lausana; Fernando Guirao, catedrático Jean Monnet de Historia (cátedra ad personam) de la Universitat Pompeu Fabra, y Jaume Lanaspa, Presidente de la Oficina del Club de Roma en Barcelona, autores de 60 años de los Tratados de Roma. Una perspectiva catalana (Ce.Gé, Barcelona, 2017)

27.03.2017

 

Los Tratados de Roma cumplen 60 años el 25 de marzo de 2017. La mejor conmemoración que puede hacerse del presente aniversario de la firma de los tratados que instituyeron la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica es la de hacer memoria, balance y aportaciones de cara al futuro.

Los Tratados de Roma cumplen 60 años el 25 de marzo de 2017. La mejor conmemoración que puede hacerse del presente aniversario de la firma de los tratados que instituyeron la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica es la de hacer memoria, balance y aportaciones de cara al futuro. En Cataluña la noticia se recibió con interés y expectación. ‘Ha nacido una ilusión’ titulaba La Vanguardia Española su crónica del 26 de marzo de 1957. La modernización socio-política y económica de España siguiendo los modelos europeos era la definición del europeísmo catalán de los años cincuenta del siglo XX. Durante los largos años que faltaban hasta el fin del franquismo, ‘Europa’ —aquel ‘espacio’ al que pertenecíamos y no pertenecíamos a la vez— fue, simultáneamente, coartada, pretexto, palanca y utopía, pero, sobre todo, motivo de esperanza. Identificarse como europeísta suponía, elípticamente, manifestarse en favor de la democracia, el progreso económico y social, la modernización del país, la paz y la libertad. Igualmente, la dinámica europea influyó decisivamente en los intentos de ‘modernización’ del régimen autoritario. Sin la firma de los Tratados que conmemoramos, en 1957, difícilmente se hubiera producido el Plan de Estabilización en 1959, sólo dos años después, o la creación de la Comisaría del Plan de Desarrollo en 1962. Puede, pues, afirmarse que los beneficios, de todo tipo, derivados de nuestra pertenencia a la Comunidad/Unión Europea, empezaron a manifestarse años antes de nuestra adhesión formal en 1986.

El balance que cabe hacer de estos sesenta años no puede más que ser, en su conjunto, claramente positivo: las frágiles Comunidades Europeas de seis Estados, agrupando a 150 millones de habitantes, se han transformado en una Unión Europea de 510 millones de ciudadanos europeos. La integración, que hace sesenta años se limitaba al sector siderúrgico, se ha ido extendiendo progresivamente hasta afectar prácticamente todos los ámbitos de la actividad de sus Estados miembros. Hoy disfrutamos de los derechos derivados de una ciudadanía europea, del potencial de un mercado único que se extiende más allá de las fronteras de la Unión y de la seguridad de una moneda compartida y garantizada colectivamente. Además, en connivencia con las democracias nacionales, la Unión Europea ha protagonizado un período de paz, de estabilidad y de crecimiento sin precedentes en el continente europeo.

Desde la noche del 23 de junio de 2016 sabemos sin embargo que aquella trama de intereses colectivos, que las diversas acciones en torno a las instituciones y las políticas comunitarias han ido tejiendo durante tantos años, no ha sido lo suficientemente tupida como para que aquella ‘unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos’, que prometía el preámbulo del tratado por el que se instituyó la Comunidad Económica Europea, se mueva en una sola dirección. El referéndum británico sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea ha vuelto a abocar a la pléyade de analistas y observadores a una nueva oleada de pesimismo. Si algo caracteriza la historia de la integración europea es la sucesión de etapas de optimismo desenfrenado y de pesimismo irracional.

La emergencia o consolidación de movimientos populistas —simultáneamente xenófobos y antieuropeos— supone, efectivamente, una amenaza para el proyecto común, lo mismo que el hábito de cargar a ‘Europa’ la responsabilidad de las decisiones que se supone que serán impopulares. La decisión del Brexit nos recuerda, de hecho, que la integración europea se basa en decisiones políticas, libremente adoptadas por quienes están legitimados para ello, que responden a las opiniones de mayorías electorales. Esto es, la Unión Europea no es un hecho irreversible. De ello se deriva que la Unión Europea necesita volver a situarse en el centro de las preocupaciones y de las ilusiones colectivas del conjunto de sus ciudadanos. ¡No es ninguna novedad! El objetivo último del proyecto europeo siempre ha sido ayudar a resolver los problemas concretos de los pueblos europeos afectados, mediante fórmulas imaginativas que proyectaban la visión de un futuro compartido. ¡Pero nunca fue fácil! La Comunidad Europea del Carbón y del Acero llegó en 1951 al final del período de la reconstrucción posterior a la Segunda Guerra Mundial y fue precedida de innumerables iniciativas en todos los ámbitos imaginables. A las Comunidades de los Tratados de Roma le precedieron fracasos estrepitosos y los Seis sufrieron el acoso de los británicos hasta lo indecible. La Unión Europea surgió de los cambios sistémicos que se produjeron con el derrumbe del socialismo real en la mitad oriental del continente y el resurgir de una Alemania unificada que producía recelo entre sus vecinos. La integración europea no es más, ¡pero nada menos! que una sucesión de respuestas colectivas ante retos mayúsculos percibidos como tales por un conjunto de naciones europeas conscientes de la limitación de sus propios medios para afrontarlos.

La Europa unida se forja en sus principales crisis. Hoy estamos ante una de ellas y, sin duda, la Unión Europea —esto es, todos nosotros trabajando unidos— volverá a encontrar el camino que nos ayude a superar las amenazas que nos atenazan en la actualidad. Para ello, será necesario construir conjuntamente un nuevo relato de futuro que aliente la esperanza y que reafirme los objetivos fundacionales de progreso económico y social. Frente al resentimiento, el temor, el odio y el riesgo de fractura social, el proyecto europeo ha de afirmar el valor de la concordia, el respeto, la solidaridad y la cohesión social.

Algo muy importante ha cambiado en estos sesenta años. En la primavera de 1957 la sociedad catalana no podía más que observar la creación del proyecto de unificación europea desde la barrera. Por el contrario, desde hace treinta años, Cataluña ha contribuido a hacer más y mejor Europa mediante la formulación de ideas y la definición de proyectos colectivos para el conjunto de Europa, proyectando una nueva capital para el Mediterráneo, aportando una nueva lengua de intercambio cultural y, sobre todo, mediante la acción de una ciudadanía plenamente consciente de los más altos valores europeos y de nuestra cuota de representación en las principales instituciones europeas.

Si hace sesenta años el sueño europeo servía de aliciente para superar la larga noche del franquismo, sesenta años más tarde toca a Cataluña, y a España, en hermandad con el resto de los pueblos europeos, rescatar el proyecto europeo del pesimismo actual, mediante la actualización del conjunto de valores que los europeos podemos y debemos compartir. Si en 1957 la Comunidad nos servía de anclaje para construir una sociedad más “noble, culta, rica, lliure, desvetllada i feliç”, en 2017 serán los esfuerzos y la visión de las naciones integradas hoy en la Unión Europea los que ofrezcan los pilares fundacionales de la Unión Europea de los próximos sesenta años. Unos ciudadanos plenamente conscientes de la complejidad del mundo actual y unas sociedades cohesionadas, abiertas y solidarias constituyen los activos imprescindibles de la democracia del futuro y, por tanto, de su principal derivada a escala continental, la Unión Europea. ¡Felicidades! Per molts anys!

Artículo de opinión de Josep Maria Casasús, catedrático Emérito de Periodismo de la Universitat Pompeu Fabra; Carles A. Gasòliba, miembro del Consejo de la Fondation Jean Monnet pour l’Europe, Lausana; Fernando Guirao, catedrático Jean Monnet de Historia (cátedra ad personam) de la Universitat Pompeu Fabra, y Jaume Lanaspa, Presidente de la Oficina del Club de Roma en Barcelona, autores de 60 años de los Tratados de Roma. Una perspectiva catalana (Ce.Gé, Barcelona, 2017)

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